Rudy Rucker - Software

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SOFTWARE
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Rudy Rucker
Titulo original: Software
Traducción: Eduardo Murillo
© 1982 by Rudy Rucker
© 1991 Ediciones Martinez Roca
Gran vía 774 - Barcelona
I.S.B.N: 84-270-1208-X
Edición digital: Bizien
R6 10/02
Para Al Humboldt, Embry Rucker y Dennis Poague
1
Cobb Anderson habría aguantado un rato más, pero no se ven delfines cada día. Había
veinte, o tal vez cincuenta, jugueteando en las pequeñas olas grises, con la boca
asomada fuera del agua. Era agradable observarlos. Cobb lo consideró un buen augurio y
adelantó en una hora su ración vespertina de jerez.
La puerta se cerró de golpe detrás de él. Titubeó durante un segundo, todavía
deslumbrado por el sol del atardecer. Annie Cushing le miraba desde la ventana de la
casa contigua, mientras la música de los Beatles sonaba a sus espaldas.
-Te olvidaste el sombrero -advirtió.
Era un hombre todavía atractivo, de complexión atlética y con una barba como la de
Santa Claus. No le habría importado montárselo con él, de no ser porque era tan...
-Mira los delfines, Annie. No necesito el sombrero. Mira lo felices que son. No necesito
un sombrero, ni tampoco una esposa.
Se encaminó hacia la carretera asfaltada y caminó rígidamente entre las conchas
blancas aplastadas.
Annie continuó cepillándose el pelo. Era blanco y largo, y lo cuidaba con un spray de
hormonas. A los sesenta años todavía se consideraba capaz de abrazar a alguien. Se
preguntó distraídamente si Cobb la llevaría al Golden Prom el próximo viernes.
El último y largo acorde de Day in the life quedó suspendido en el aire. Annie habría
sido incapaz de decir qué canción acababa de oír -después de cincuenta años sus
reacciones ante la música se habían extinguido por completo-, pero atravesó la habitación
para darle la vuelta a la pila de discos. Si al menos sucediera algo, pensó por enésima
vez. Estoy tan cansada de estar sola.
En la tienda, Cobb compró una botella de litro de jerez barato y una bolsa de
cacahuetes. También quería algo para hojear.
La oferta de revistas del supermercado no era nada en comparación con lo que se
podía encontrar en Cocoa. Cobb se decidió finalmente por un periódico de anuncios
amorosos llamado Besa y Habla. Siempre era estimulante y extraño... La mayoría de los
anunciantes eran hippis setentones como él. Dobló la foto de la portada de manera que
sólo se viera el encabezamiento: COLGUÉAME, POR FAVOR.
Es curioso que puedas reír siempre de los mismos chistes, pensó Cobb mientras
esperaba para pagar. El sexo parecía ser cada vez más extravagante. Observó entonces
al hombre que tenía delante, que llevaba un sombrero azul con una malla de plástico.
Si Cobb se concentraba en el sombrero podía ver un cilindro irregular de color azul.,
pero si miraba a través de los agujeros de la malla podía ver la suave curva de la cabeza
calva que cubría. Nariz descarnada y cabeza de bombilla agarrando su cambio. Un
amigo.
-Eh, Farker.
Farker terminó de reunir las monedas y se volvió. Echó un rápido vistazo a la botella.
-La Hora Feliz se ha adelantado hoy -le dijo con tono de reproche.
A Farker le preocupaba Cobb.
-Es viernes. Colguéame esto.
Cobb tendió el periódico a Farker.
-Siete con ochenta y cinco -dijo la cajera a Cobb.
Llevaba el pelo blanco rizado y salpicado de flores. Exhibía un espléndido bronceado.
Su piel tenía el agradable aspecto de algo usado y aceitoso.
Cobb se sorprendió. Ya tenía la cantidad exacta en la mano.
-Me parece que son seis con cincuenta.
Una retahíla de números bailó en su cabeza.
-Me refiero a mi apartado -dijo la cajera con un gesto brusco-. En el Besa y Habla.
Sonrió con coquetería y tomó el dinero de Cobb. Se sentía orgullosa de su anuncio del
mes. Se había hecho la foto en un estudio especializado.
Una vez fuera, Farker le devolvió el periódico a Cobb.
-No puedo mirar esto, Cobb. Todavía soy un hombre felízmente casado, gracias a Dios.
-¿Quieres un cacahuete?
-Gracias.
Farker extrajo una esponjosa cáscara de la bolsa. Como no había forma de que sus
viejas, temblorosas y pecosas manos pudieran pelar el cacahuete, se lo llevó a la boca
entero. Al cabo de un minuto escupió la cáscara.
Caminaron hacia la playa, comiendo cacahuetes pastosos. Iban sin camisa, sólo con
tos pantalones cortos y sandalias. El sol de la tarde caía agradablemente sobre sus
espaldas. Un silencioso camión del Señor Helado les adelantó.
Cobb rompió el precinto de su botella marrón oscuro y tomó un sorbito. Le habría
gustado recordar el número del apartado que la cajera acababa de indicarle. Ya no era
capaz de memorizar los números. Cualquiera diría que había sido un experto en
cibernética. Su memoria retrocedió hacia sus primeros robots y cómo habían aprendido a
independizarse...
-La entrega de comida se ha retrasado otra vez -estaba diciendo Farker-. Y dicen que
ha surgido un nuevo culto dedicado al asesinato en Daytona. Les llaman los Pequeños
Bromistas.
Se preguntó si Cobb le escuchaba. Cobb estaba justo ahí, con los ojos vacíos e
inexpresivos y un amarillento reguero de jerez cayéndole por el espeso bigote.
-Entrega de comida -dijo Cobb, regresando bruscamente al presente. Tenía un modo
especial de reintegrarse a una conversación, que consistía en repetir en voz alta la última
frase que había oído-. Aún me queda una buena provisión.
-Pero no dejes de probar un poco de la nueva comida cuando llegue -le previno Farker-
. Por las vacunas. Le diré a Annie que te lo recuerde.
-¿Por qué está todo el mundo tan interesado en seguir vivo? Abandoné a mi esposa y
vine aquí a beber y morir en paz. No puede esperar que la eche a patadas. Entonces,
¿por qué...?
La voz de Cobb enmudeció. El centro de la cuestión era que la muerte le aterrorizaba.
Tomó un rápido y medicinal trago de jerez.
-Si estuvieras en paz contigo mismo, no beberías tanto -dijo apaciblemente. Farker-.
Beber es el síntoma de un conflicto no resuelto.
-No me digas -dijo Cobb con aspereza. Bajo la dorada calidez del sol, el jerez había
conseguido un rápido efecto-. Tú tienes un conflicto no resuelto. -Deslizó un dedo a lo
largo de la blanca cicatriz vertical que cruzaba su pecho erizado de pelos-. No tengo
dinero para otro corazón de segunda mano. En un año o dos esta baratija va a hacer un
pedo.
-¿Y qué? Utiliza tus dos años.
Cobb remontó la cicatriz con el dedo, como si estuviera cerrando una cremallera.
-Sé cómo es, Farker. Lo he probado. Es lo peor que hay.
Se estremeció ante el sombrío recuerdo... dientes, nubes deshilachadas... y guardó
silencio.
Farker miró el reloj. Tiempo de largarse o Cynthia...
-¿Sabes lo que dijo Jimi Hendrix? -preguntó Cobb. Recordar la cita devolvió una vieja
resonancia a su voz-. «Cuando me llegue la hora de morir, seré yo quien la marque. Por
lo tanto, mientras viva dejad que lo haga a mi manera.»
-Enfréntate a ello, Cobb: si bebes menos, vivirás más. -Alzó la mano para cortar la
réplica de su amigo-. Ahora tengo que irme a casa. Adiós.
-Adiós.
Cobb caminó hasta el final del asfalto, ascendió una pequeña duna y llegó al borde de
la playa. Hoy no había nadie, así que pudo sentarse bajo su palmera favorita.
La brisa había aminorado un poco. Acariciaba el rostro de Cobb, sepultado bajo la
barba blanca. La arena calentaba su cuerpo. Los delfines se habían ido.
Bebió el jerez lentamente y dejó que los recuerdos le invadieran. Sólo debía evitar dos
pensamientos: la muerte y la esposa que abandonó, Verena. El jerez los mantuvo
apartados.
El sol se ponía a sus espaldas cuando vio al desconocido. Complexión atlética, postura
erguida, fuertes brazos y piernas, cubiertos de vello rizado, barba entera y blanca. Igual
que Santa Claus o que Ernest Hemingway el año en que se suicidó.
-Hola, Cobb -dijo el hombre.
Usaba gafas de sol y parecía divertido. Los pantalones cortos y la camisa deportiva
brillaban.
-¿Le apetece un trago?
Cobb señaló la botella medio vacía. Se preguntó con quién estaba hablando, caso de
que hubiera alguien.
-No, gracias -dijo el desconocido, sentándose-. No me hace el menor efecto.
Cobb miró atentamente al hombre. Algo en él...
-Te preguntas quién soy -dijo el desconocido con una sonrisa-. Soy tú.
-¿Tu qué?
-Tu yo. -El desconocido le devolvió a Cobb su propia sonrisa forzada-. Soy una copia
mecánica de tu cuerpo.
La cara parecía correcta; no faltaba ni la cicatriz del trasplante de corazón. La
diferencia estribaba en que la copia presentaba un aspecto mucho más dinámico y
saludable que el del modelo. Llamémosle Cobb Anderson2. Cobb2 no bebía. Cobb le
envidió. No había pasado un día sobrio desde que sufrió la operación y dejó a su esposa.
-¿Cómo llegaste aquí?
El robot movió la mano con la palma hacia arriba. Visto en otra persona, el gesto
resultaba atractivo.
-No te lo puedo decir. Ya sabes lo que siente la mayoría de la gente hacia nosotros.
Cobb asintió con una risita. Debería haberlo sabido. Al principio, el público había
acogido con agrado que los robots lunares de Cobb hubieran evolucionado hasta
convertirse en máquinas inteligentes. Eso fue antes de que Ralph Números les condujera
a la revuelta del dos mil uno. Cobb fue procesado por traición después de la revuelta.
Volvió a concentrarse en el presente.
-Si eres un autónomo, ¿cómo es posible que estés... aquí? -Cobb trazó un vago círculo
con la mano que incluía la arena recalentada y el sol en su ocaso-. Hace demasiado calor.
Todos los robots que conozco están basados en circuitos superrefrigerados. ¿Escondes
una unidad de refrigeración en el estómago?
-No te lo voy a decir. -Anderson2 hizo otro gesto familiar con la mano-. Más tarde lo
averiguarás. De momento toma esto... -El robot rebuscó en un bolsillo y sacó un fajo de
billetes-. Veinticinco de los grandes. Queremos que cojas el vuelo de mañana a Disky.
Ralph Números será tu contacto allí. Te encontrarás con él en la sala Anderson del
museo.
El corazón de Cobb dio un vuelco ante la perspectiva de ver a Ralph Números otra vez.
Ralph, su primer y mejor modelo, el que había liberado a los otros. Pero...
-No puedo conseguir un visado -dijo Cobb-. Ya lo sabéis. No se me permite abandonar
el territorio Gimmi.
-Deja que nosotros nos ocupemos de ello -le apremió el robot-. Alguien te ayudará con
las formalidades. Estamos trabajando en el asunto ahora mismo. Y yo ocuparé tu lugar
mientras estés fuera. Nadie se dará cuenta.
La intensidad de su tono ambiguo levantó las sospechas de Cobb. Bebió un poco de
jerez y trató de aparentar suspicacia.
-¿Cuál es la finalidad de todo esto? En primer lugar, ¿por qué querría ir yo a la luna?
¿Y por qué quieren los autónomos que vaya?
Anderson2 paseó la mirada por la playa y se acercó un poco más.
-Queremos hacerte inmortal, doctor Anderson. Después de todo lo que hiciste por
nosotros, es lo menos que podemos hacer.
¡Inmortal! La palabra era como una ventana abierta de par en par. Nada importaba si la
muerte estaba cercana. Pero si había una salida...
-¿Cómo? -preguntó Cobb. La excitación le impulsó a ponerse en pie-. ¿Cómo lo
haréis? ¿También me volveréis joven?
-Tranquilo -dijo el robot, levantándose-, no te pongas nervioso. Sólo confía en nosotros.
Con nuestras reservas de órganos cultivados en tanques podemos reconstruirte por
completo, y tendrás tanta interferona como necesites.
La máquina miró a los ojos de Cobb con expresión honesta. Observándolo con
detenimiento, Cobb advirtió que los iris no estaban conseguidos del todo. El pequeño
círculo azul era demasiado mate y uniforme. A fin de cuentas, los ojos sólo eran de cristal,
cristal ilegible.
-Toma el dinero y sube a la lanzadera mañana. -El doble apretó el dinero en la mano
de Cobb-. Haremos que un joven llamado Sta-Hi te ayude en el puerto espacial.
Sonaba música cerca: un camión del Señor Helado, el mismo que Cobb había visto
antes. Era de color blanco, con un gran congelador en la parte trasera. Había un sonriente
y gigantesco cono de helado de plástico sobre la cabina. El doble de Cobb le dio una
palmadita en el hombro y salió corriendo de la playa.
Cuando llegó el camión, el robot miró hacia atrás y le dirigió una sonrisa: dientes
amarillos entre una barba blanca. Por primera vez en muchos años, Cobb se amó, amó su
manera de andar erguido, los ojos asustados.
-¡Adiós! -gritó, agitando el dinero-. ¡Y gracias!
Cobb Anderson2 saltó sobre el mullido helado junto al conductor, un tipo gordo, con el
pelo corto, descamisado. Y entonces el camión del Señor Helado viró en redondo y la
música enmudeció. Había llegado el crepúsculo. El rumor del océano borró el sonido del
motor. Si tan sólo fuera cierto...
¡Y tenía que serlo! Cobb tenía en la mano veinticinco mil dólares en billetes. Los contó
dos veces para asegurarse. Escribió la cifra sobre la arena y la contempló. Menudo
montón.
Terminó el jerez mientras oscurecía y, guiado por un súbito impulso, puso el dinero en
la botella y la sepultó bajo un metro de arena, al lado de su árbol. La excitación iba
desapareciendo y el temor la reemplazaba. ¿Podían realmente los autónomos
proporcionarle la inmortalidad con cirugía e interferona?
Parecía poco plausible. Un engaño. Pero, ¿por qué le mentirían los autónomos?
Seguro que se acordaban de todo lo bueno que había hecho por ellos. Tal vez sólo
deseaban facilitarle un poco de diversión. Por Dios que la aprovecharía. Y sería fantástico
ver a Ralph Números de nuevo.
Mientras caminaba a lo largo de la playa, Cobb se detuvo varias veces, tentado de
regresar y desenterrar la botella para ver si el dinero continuaba en su interior. La luna
estaba alta, y podía ver los pequeños cangrejos del color de la arena saliendo de sus
escondrijos. Podrían hacer trizas esos billetes en un instante, pensó, y se paró de
repente.
Su estómago gruñó de hambre. Y quería más jerez. Paseó un trecho por la playa
plateada. La arena chirriaba bajo sus pesados tacones. Había la misma claridad como si
fuera de día, sólo que en blanco y negro. La luna llena iluminaba la tierra a su derecha.
Luna llena significa marea alta, reflexionó con inquietud.
Decidió que en cuanto hubiera conseguido un bocado compraría más jerez y
desenterraría el dinero.
Desde el camino que llevaba de la playa a su casa, bañada por la luz de la luna,
escuchó los rítmicos pasos de Annie Cushing al doblar la esquina de su vivienda. Estaba
agazapada, dispuesta a cortarle el paso en la calzada. Se desvió a la derecha y llegó a su
casa por detrás, manteniéndose fuera de su campo de visión.
2
Dentro del bloque de hormigón rosado que era la casa de Cobb, Stan Mooney se
removía incómodamente en una butaca que se hundía bajo su peso. Rumiaba si la mujer
gorda de pelo canoso que vivía al lado habría advertido al viejo de su presencia. La noche
había llegado mientras esperaba sentado.
Sin abrir la luz, Mooney fue al rincón de la cocina y buscó algo de comer. Había un
trozo de filete de atún envasado en plástico grueso, pero no le apeteció. Toda la comida
de los colgueras se esterilizaba con cobalto-60 para que se conservara durante mucho
tiempo. Los científicos Gimmis decían que era inocua pero, en cualquier caso, sólo los
colgueras comían esa bazofia. No tenían otro remedio: era todo lo que podían conseguir.
Mooney se inclinó para ver si encontraba una gaseosa debajo de la pica. Su cabeza
golpeó contra una esquina aguda y sus ojos se llenaron de estrellitas.
-Jodida mierda -masculló Mooney.
Tambaleándose se dirigió hacia la única habitación de la casa. El golpe había hecho
caer su peluquín.
Regresó a la desastrada butaca, gruñendo y ajustándose el postizo. Odiaba salir de la
base y merodear en territorio de los colgueras, pero había visto a Anderson meterse en un
hangar de carga del puerto espacial la pasada noche. Hallaron dos cajones vacíos, dos
cajones que contenían riñones. Eso era mucho dinero. En el mercado negro de
Cuelguelandia se podían vender riñones con más rapidez que perritos calientes.
Demasiada gente vieja. Era la misma masa de población que había provocado la
explosión demográfica de los cuarenta y los cincuenta, la revolución juvenil de los sesenta
y los setenta, y el masivo desempleo de los ochenta y los noventa. Ahora la inexorable
perístalsis del tiempo había arrojado este conglomerado humano al siglo veintiuno, la
mayor carga de ancianos que ninguna sociedad había soportado hasta entonces.
Ninguno de ellos tenía dinero... Los Gimmis habían abolido la Seguridad Social allá por
el dos mil diez. Los gastos habrían sido enormes. Un nuevo tipo de ciudadano de edad
avanzada había aparecido. Colgueras: tipos colgados.
Los Gimmis, para detener los disturbios, cedieron la totalidad del estado de Florida a
los colgueras. No había alquileres y semanalmente recibían comida gratis. Los colgueras
acudieron a oleadas y «se montaron el rollo». Vivían en moteles abandonados,
escuchaban su vieja y detestable música y, por los clavos de Cristo, seguían bailando
como en mil novecientos sesenta y tres.
De repente, la puerta que daba a la playa se abrió. Mooney, obedeciendo a sus
reflejos, enfocó la linterna en los ojos del intruso. El viejo Cobb Anderson se inmovilizó en
el umbral, deslumbrado, con las manos vacías, un poco achispado, pero lo bastante
robusto para ser peligroso.
Mooney se adelantó, lo cacheó y abrió de un manotazo la luz del techo.
-Siéntate, Anderson.
El anciano obedeció, algo confuso.
-¿Tú también eres yo? -graznó.
Mooney no podía creer lo envejecido que estaba Anderson. Siempre le había
recordado a su padre, y ahora parecía que se hubiera convertido en él.
- ¡Cuidado, Cobb hay un cerdo ahí dentro!
La mujer de al lado golpeó la puerta de entrada frenéticamente.
-¡Mueve el culo! -rugió Mooney, mirando a su alrededor. Recordó su entrenamiento
policial: La intimidación es la clave de tu autoprotección-. Los dos están arrestados.
-¡Jodido cerdo Gimmi! -dijo Annie al entrar.
Estaba loca de excitación. Se sentó junto a Cobb en la hamaca. Era una labor de
macramé que había hecho para él, pero era la primera vez que la compartían. Se palmeó
los muslos con satisfacción. Parecían de madera.
Mooney apretó un botón de la grabadora que llevaba en el bolsillo de la camisa.
-Quédese quieta, señora, y se evitará molestias. Ahora, tú, dime tu nombre -se dirigió a
Cobb mientras lo traspasaba con la mirada.
-Vamos, Mooney -explotó el viejo, que se había hecho cargo de la situación-, ya sabes
quién soy. Antes me llamabas doctor Anderson. ¡Doctor Anderson, señor!
»Eso era cuando el ejército estaba instalando su centro de control de robots lunares en
el puerto espacial, hace veinte años. Yo era un gran hombre entonces, y tú..., tú eras un
farsante, un paria, un golfo. Pero gracias a mí aquellos robots lunares preparados para
ser máquinas de guerra adquirieron autonomía, y el centro de control del ejército se
convirtió en un estúpido, inútil, chovinista y patriotero reducto de humanos.
-Y pagaste por ello, ¿eh? -siseó Mooney suavemente-. Pagaste cuanto tenías... y
ahora te falta el dinero para comprar los nuevos órganos que necesitas. De modo que
anoche te introdujiste en un hangar y robaste dos cajas de riñones, Cobb, ¿no es cierto?
Mooney manipuló de nuevo la grabadora.
-¡Admítelo! -gritó, agarrando a Cobb por los hombros. Había venido con la firme
decisión de arrancar una confesión al viejo-. ¡Admítelo ahora y te dejaré en paz!
-¡Y una mierda! -chilló Annie, que se había puesto en pie, congestionada de ira-. Cobb
no robó nada anoche. ¡Estábamos tomando unas copas en el bar de Gray Area!
Cobb permaneció en silencio, absolutamente confuso. La furiosa acusación de Mooney
estaba fuera de lugar. ¡Annie tenía razón! No se había acercado al puerto espacial en
años. Sin embargo, después de hacer planes con su doble artificial, era difícil componer
un semblante honesto.
-Por supuesto que me acuerdo de usted, doctor Anderson, señor. -Mooney había
detectado algo en el rostro de Cobb y continuó insistiendo-. Por eso le reconocí la pasada
noche cuando huía del Almacén Tres. -Su voz se apaciguó y adquirió un tono más cálido
y amistoso-. Nunca pensé que un caballero de su edad pudiera moverse con tal agilidad.
Ahora, Cobb, confiese. Devuélvanos esos riñones y es posible que nos olvidemos de
todo.
De pronto, Cobb comprendió lo que había ocurrido: los autónomos habían enviado a su
doble mecánico escondido dentro de una caja con el rótulo «RIÑONES». La noche
anterior, el doble había reventado la caja, abandonado el almacén y levantado el vuelo. Y
este idiota de Mooney había presenciado su fuga. Pero ¿qué había en el segundo cajón?
-¿Quieres escucharme, cerdo? -Annie estaba gritando de nuevo, con su rostro a
escasos centímetros del de Mooney-. ¡Fuimos al bar de Gray Area! ¡Ve y pregúntaselo al
camarero!
Mooney suspiró. Había encaminado sus pesquisas en una dirección concreta, y ahora
el asunto se le escapaba de las manos. Era el segundo asalto que sufría el Almacén Tres
en el curso del año. Suspiró otra vez. Hacía calor en la habitación. Se quitó la peluca para
refrescar la cabeza.
Annie rió con disimulo. Se lo estaba pasando en grande. Se preguntó por qué Cobb
seguía tan tenso. El tipo no podía probar nada. Era una broma.
-No piense que está libre de sospecha, Anderson -dijo Mooney, adoptando un tono de
dureza dedicado, principalmente, a la grabadora-. No está libre de sospecha ni por
asomo. Tiene motivos, experiencia, cómplices... Puedo conseguir una foto del laboratorio.
Si ese tío de Gray Area no confirma su coartada le encerraré esta misma noche.
-Ni siquiera estás autorizado a estar aquí -estalló Annie-. El acta de los Ciudadanos
Ancianos prohíbe a los cerdos abandonar la base.
-La ley prohíbe que gente como vosotros irrumpa en los almacenes de los puertos
espaciales -replicó Mooney-. Un montón de gente joven y productiva contaba con esos
riñones. ¿Qué pasaría si uno fuera para tu hijo?
-No me importa -respondió Annie con brusquedad-, no más de lo que te importamos a
ti. Lo único que quieres es incriminar a Cobb porque dejó que los robots se
descontrolaran.
-Si no se hubieran descontrolado no tendríamos que pagar sus tarifas. Y las cosas no
seguirían desapareciendo de mis almacenes, porque la gente todavía útil... -De repente
se sintió cansado y dejó de hablar. No tenía objeto discutir con una radical como Annie.
Cushing. No tenía objeto discutir con nadie. Se frotó las sienes y volvió a colocarse la
peluca-. Vamos, Anderson -y se puso en pie.
Cobb no había abierto la boca desde que Annie inventara la coartada. Estaba ocupado
preocupándose... de la marea que crecía y de los cangrejos. Imaginó que uno se abría
paso laboriosamente en el interior de la botella vacía de jerez para prepararse una blanda
cama. Casi podía oír los billetes al romperse en pedacitos. Debía estar borracho para
abandonar el dinero en un agujero en la arena. Claro que si no lo hubiera enterrado,
Mooney lo habría encontrado, pero ahora...
-Vámonos -repitió Mooney, balanceándose ante el congestionado anciano.
-¿Adónde? -preguntó Cobb sin comprender-. Yo no he hecho nada.
-No se haga el estúpido, Anderson.
Dios, cómo odiaba Stan Mooney la astuta expresión de aquellas facciones envejecidas
y barbudas. Aún podía recordar el modo como su propio padre vaciaba a escondidas
copas y botellas, los temblores que padecía en el delirium tremens. ¿Era ése el
espectáculo más adecuado para un niño? ¡Ayúdame, Stanny, no dejes que me cojan! ¿Y
quién iba a ayudar a Stanny? ¿Quién iba a ayudar a un niño solitario con un colguera
borracho por padre? Arrastró al viejo charlatán tras él.
-¡Déjale en paz! -aulló Annie, sujetando a Cobb por la cintura-. ¡Quítale tus inmundas
manazas de encima, cerdo!
-¿Alguien prestó atención a mis palabras? -casi sollozó Mooney-. Todo lo que quiero
hacer es llevarle a Gray Area y comprobar la coartada. Si se confirma, me voy. Fuera del
caso. Vamos, papi, te pagaré unos tragos.
Eso pareció tranquilizar a la vieja rata. ¿Qué veían en ello estos veteranos
borrachines? ¿Qué hay de excitante en castigar tu cerebro de tal forma? ¿Es tan divertido
abandonar a la familia y olvidar los días de la semana?
A veces Mooney pensaba que era el último hombre en esforzarse por algo. Su padre
era un alcohólico como Anderson, su esposa Bea se pasaba todas las tardes en el sex-
club y su hijo... su hijo había cambiado oficialmente su nombre, Stanley Hilary Mooney Jr.,
por el de Stay High Mooney Primero. Su hijo tenía veinticinco años y lo único que hacía
era drogarse y conducir un taxi en Daytona Beach. Mooney suspiró y atravesó la puerta
de la diminuta vivienda. Los dos viejos le siguieron, alentados por la perspectiva de unas
copas gratis.
3
El viernes por la tarde, cuando regresaba a casa desde el trabajo en su hidromoto, Sta-
Hi empezó a sentirse mareado. El ácido estaba haciendo efecto. Había tomado un Black
Star antes de guardar el taxi para el fin de semana. ¿Hacía una hora, o dos? Los dígitos
摘要:

SOFTWARERRuuddyyRRuucckkeerrRudyRuckerTitulooriginal:SoftwareTraducción:EduardoMurillo©1982byRudyRucker©1991EdicionesMartinezRocaGranvía774-BarcelonaI.S.B.N:84-270-1208-XEdicióndigital:BizienR610/02ParaAlHumboldt,EmbryRuckeryDennisPoague1CobbAndersonhabríaaguantadounratomás,peronosevendelfinescadadí...

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