- ¡Cuidado, Cobb hay un cerdo ahí dentro!
La mujer de al lado golpeó la puerta de entrada frenéticamente.
-¡Mueve el culo! -rugió Mooney, mirando a su alrededor. Recordó su entrenamiento
policial: La intimidación es la clave de tu autoprotección-. Los dos están arrestados.
-¡Jodido cerdo Gimmi! -dijo Annie al entrar.
Estaba loca de excitación. Se sentó junto a Cobb en la hamaca. Era una labor de
macramé que había hecho para él, pero era la primera vez que la compartían. Se palmeó
los muslos con satisfacción. Parecían de madera.
Mooney apretó un botón de la grabadora que llevaba en el bolsillo de la camisa.
-Quédese quieta, señora, y se evitará molestias. Ahora, tú, dime tu nombre -se dirigió a
Cobb mientras lo traspasaba con la mirada.
-Vamos, Mooney -explotó el viejo, que se había hecho cargo de la situación-, ya sabes
quién soy. Antes me llamabas doctor Anderson. ¡Doctor Anderson, señor!
»Eso era cuando el ejército estaba instalando su centro de control de robots lunares en
el puerto espacial, hace veinte años. Yo era un gran hombre entonces, y tú..., tú eras un
farsante, un paria, un golfo. Pero gracias a mí aquellos robots lunares preparados para
ser máquinas de guerra adquirieron autonomía, y el centro de control del ejército se
convirtió en un estúpido, inútil, chovinista y patriotero reducto de humanos.
-Y pagaste por ello, ¿eh? -siseó Mooney suavemente-. Pagaste cuanto tenías... y
ahora te falta el dinero para comprar los nuevos órganos que necesitas. De modo que
anoche te introdujiste en un hangar y robaste dos cajas de riñones, Cobb, ¿no es cierto?
Mooney manipuló de nuevo la grabadora.
-¡Admítelo! -gritó, agarrando a Cobb por los hombros. Había venido con la firme
decisión de arrancar una confesión al viejo-. ¡Admítelo ahora y te dejaré en paz!
-¡Y una mierda! -chilló Annie, que se había puesto en pie, congestionada de ira-. Cobb
no robó nada anoche. ¡Estábamos tomando unas copas en el bar de Gray Area!
Cobb permaneció en silencio, absolutamente confuso. La furiosa acusación de Mooney
estaba fuera de lugar. ¡Annie tenía razón! No se había acercado al puerto espacial en
años. Sin embargo, después de hacer planes con su doble artificial, era difícil componer
un semblante honesto.
-Por supuesto que me acuerdo de usted, doctor Anderson, señor. -Mooney había
detectado algo en el rostro de Cobb y continuó insistiendo-. Por eso le reconocí la pasada
noche cuando huía del Almacén Tres. -Su voz se apaciguó y adquirió un tono más cálido
y amistoso-. Nunca pensé que un caballero de su edad pudiera moverse con tal agilidad.
Ahora, Cobb, confiese. Devuélvanos esos riñones y es posible que nos olvidemos de
todo.
De pronto, Cobb comprendió lo que había ocurrido: los autónomos habían enviado a su
doble mecánico escondido dentro de una caja con el rótulo «RIÑONES». La noche
anterior, el doble había reventado la caja, abandonado el almacén y levantado el vuelo. Y
este idiota de Mooney había presenciado su fuga. Pero ¿qué había en el segundo cajón?
-¿Quieres escucharme, cerdo? -Annie estaba gritando de nuevo, con su rostro a
escasos centímetros del de Mooney-. ¡Fuimos al bar de Gray Area! ¡Ve y pregúntaselo al
camarero!
Mooney suspiró. Había encaminado sus pesquisas en una dirección concreta, y ahora
el asunto se le escapaba de las manos. Era el segundo asalto que sufría el Almacén Tres
en el curso del año. Suspiró otra vez. Hacía calor en la habitación. Se quitó la peluca para
refrescar la cabeza.
Annie rió con disimulo. Se lo estaba pasando en grande. Se preguntó por qué Cobb
seguía tan tenso. El tipo no podía probar nada. Era una broma.
-No piense que está libre de sospecha, Anderson -dijo Mooney, adoptando un tono de
dureza dedicado, principalmente, a la grabadora-. No está libre de sospecha ni por