Ryke parpadeó. Los ojos le escocían a causa del humo. No había dormido en dos días
y tenía la cabeza pesada. Recogió un puñado de nieve y se frotó el rostro, intentando
pensar. Errel, el único hijo y heredero de Athor, estaba de caza cuando Col y sus
soldados aparecieron ante la Fortaleza, cinco días antes. No había regresado. Athor y los
comandantes habían supuesto que se encontraba a salvo. Esa había sido la ferviente
esperanza de Ryke.
—Está fuera de tu alcance —dijo.
—Está con nosotros —dijo Col Istor. Se puso en pie, haciéndole un gesto al hombre
que se hallaba detrás de él—. Levántale.
El hombre avanzó y, a la fuerza, hizo incorporarse a Ryke. Tenía las manos grandes y
toscas. Ryke se apoyó contra el muro hasta que las piernas dejaron de temblarle. Col le
observaba sin demasiado interés. No parecía un jefe de guerreros. Todo el mundo sabía
que la guerra negaba siempre del norte. Nacía en la roca y se iba endureciendo a través
de la incesante contienda, interrumpida ahora por una tregua, entre Aran y las tierras que
se hallaban aún más al norte, Anhard-sobre-la-montaña. Athor de Tornor, que se
mantenía en guardia ante cualquier signo de los incursores de Anhard, no había hecho
caso de los rumores que llegaron a la Fortaleza a través de los mercaderes del sur acerca
de un capitán de mercenarios surgido de las pacíficas granjas de Aran, los brillantes y
dorados campos de trigo del Galbareth. Y sin embargo, este hombre le había presentado
combate en pleno invierno a Tornor, avezada en la guerra, y había vencido.
—Tráele —ordenó Col.
Cruzaron el recinto interno hasta la puerta. A Ryke le costaba mantener el equilibrio
sobre la nieve resbaladiza. El viento frío le revivió un poco. El ejército de Col se movía por
doquier bajo la brillante luz del sol, limpiando el castillo. Había una hilera de cadáveres
apilada contra un muro. La mayoría llevaban aún arreos de guerra, pero uno vestía el
delantal de cuero de un cocinero. Era imposible decir de cual de ellos se trataba.
Ryke cayó una vez. Aguardaron hasta que logró ponerse nuevamente en pie, y
siguieron andando.
Atravesaron la sala de guardia del recinto interno, pasando bajo los dientes de hierro
del rastrillo. Los guardias se pusieron firmes. Varios de ellos llevaban restos del botín de
la Fortaleza de Zilia, la que estaba más al este de todas las Fortalezas, a tres días de
caballo de Tornor, marcados con su emblema, una hoguera. Ryke ignoraba qué había
sido de Ocel, señor de ese castillo, y de su familia. Tenía una gran familia.
Probablemente, estaban muertos. Había otro enjambre de guardias en el recinto externo,
entre los muros. Uno de ellos llevaba un puñado de flechas ya usadas. Las sostenía por el
extremo emplumado, con lo que acabaría desequilibrando las saetas. Los hombres del
sur no sabían nada del tiro con arco. Ryke se preguntó si la Fortaleza habría podido
resistir más de haber contado con más flechas. Los armeros de la Fortaleza la habían
mantenido bien provista de flechas de caza. Pero desde que se había acordado la tregua,
la fabricación de flechas de guerra había cesado prácticamente.
Decidió que eso no habría importado.
Los estandartes de Athor ondeaban al viento por encima de los muros, una estrella roja
de ocho puntas en campo blanco. Mientras Ryke miraba, una pequeña figura oscura trepó
por el asta y cortó la bandera, haciéndola caer. Ryke apartó la vista, consciente de que
Col estaba observándole. Los grilletes le lastimaban las muñecas. Caminaron a lo largo
del muro sur. La jaula de los perros, bañada por el sol, se hallaba al pie de la Atalaya.
Athor la había construido para su perra loba y los cachorros. Consistía en un recinto de
estacas con una lona dándole sombra. Ahora no había perros en ella. Errel yacía sobre la
piedra manchada de excrementos, cubierto por una manta sucia. Tenía el rostro azul de
frío, con un corte junto a la boca. Sus ojos estaban cerrados. Sólo el firme subir y bajar de
su pecho le dijo a Ryke que seguía con vida.
—No tiene muy buen aspecto —dijo el hombre del que Ryke ignoraba el nombre.