Lynn, Elizabeth A - La Atalaya

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LA ATALAYA
Elizabeth A. Lynn
Elizabeth A. Lynn
Título original: Watchtower
Traducción: Albert Solé
© 1980 by Elizabeth A. Lynn
© 1987 Ediciones Martínez Roca
Gran vía 774 - Barcelona
ISBN 84-270-1142-3
R5 11/02
Para RWS que lo vio empezar
El país de Arun es un lugar ficticio, y su gente, su cultura y sus costumbres se parecen
sólo de un modo inconsciente a la gente y las historias de nuestro mundo, con una
excepción. El arte de los chearis, tal como es descrito, se parece en ciertos aspectos al
arte marcial japonés del aikido, creado por el Maestro Morihei Uyeshiba. Tal imitación es
deliberada. Los escritores deben escribir sobre aquello que conocen. En gratitud por ese
conocimiento, la autora desea expresar respetuosamente su agradecimiento a sus
profesores.
1
La Fortaleza de Tornor agonizaba entre las llamas.
Ryke tenía el rostro manchado de hollín y las muñecas en carne viva, allí donde se las
había desgarrado luchando con sus cadenas. Le dolía la cabeza. No estaba muy seguro
de lo que había visto suceder y lo que no. Estaba tendido en el patio interior. Podía ver
alzarse una humareda procedente del muro exterior, allí donde los zapadores de Col Istor
habían abierto una brecha, derrumbándolo. Olía también el humo de un incendio más
próximo. Detrás de él, en el gran salón, algo estaba ardiendo.
Athor, el señor de la Fortaleza, había muerto, su larga barba ensangrentada a causa de
las heridas que había recibido. Ryke le había visto caer y en la confusión del combate
había esperado ver como el castillo de Tornor, su torre y sus murallas, vacilaban y,
estremecidas, caían con él... Pero no había sucedido así. Los muros seguían ahí. Todos
los hombres del turno de guardia de Ryke habían muerto. Yacían delante de las puertas
que habían muerto defendiendo, helados entre la nieve impasible. Ryke se imaginó a las
mujeres de la aldea acudiendo en primavera para desenterrar los cuerpos de sus esposos
e hijos de entre la tierra deshelada.
Se le iba la cabeza. Se hizo un ovillo sobre la piedra, preguntándose cuántos hombres
de Tornor quedaban aún con vida, y qué planeaba hacer con ellos Col Istor... y con él.
Había esperado morir, junto con los hombres de su turno. Seguía esperando morir. No lo
deseaba, pero era muy duro hacer acopio de la suficiente fuerza de voluntad para seguir
vivo con Athor muerto, el equilibrio roto y el orden de las cosas destruido. Se preguntó si
Col Istor le había hecho llevar al interior, encadenándole allí, para convertirle en un
ejemplo. Sintió la aspereza de la piedra bajo su mejilla. Se estremeció. En algún lugar de
la gran Fortaleza cuadrada oyó el cacareo de las gallinas y las voces de las mujeres que
intentaban reunirías. El invierno acababa de empezar, dos semanas antes, y aún no se
había acostumbrado al frío. La segunda gran nevada había terminado esa noche. No,
pensó confundido, la nieve se detuvo hace dos noches...
Cayó en un sueño inquieto y turbado por los escalofríos. Despertó intentando rodar
sobre un costado. Alguien le había dado una patada en las costillas.
Levantó la mirada. Col Istor se inclinaba sobre él, encuadrado por el azulado cielo
invernal: barba y cabellera negras, la faz gruesa y morena de un hombre del sur.
—Acabamos de apagar el fuego —le dijo afablemente a Ryke, como si estuviese
hablando con un amigo y no con un enemigo vencido y encadenado—. Esos locos
prefirieron prenderle fuego a la cocina antes que rendirse. —Se puso en cuclillas a su
lado. Llevaba cota de malla y una gran espada. Su casco de acero tenía el aspecto de
una marmita vieja. Olía a cenizas—. ¿Has tenido el calor suficiente?
—¡Demasiado! —dijo alguien bruscamente a sus espaldas.
—¡Cállate!
Era ancho de hombros y de constitución robusta. Sus oscuros ojos inspeccionaron a
Ryke como si el comandante de la guardia fuese una cabra a punto de ser degollada.
—Peleas bien —dijo—. No has sufrido mucho daño, ¿verdad? Ninguna herida, salvo
ese golpe en la cabeza. Te salvó la vida. Ningún hueso roto. Eres joven. Has salido mejor
librado que tu señor.
Ryke se incorporó lentamente. Pensó en la posibilidad de golpearle con la cadena que
le rodeaba las manos, pero sus brazos no tenían la fuerza necesaria como para levantar
los pesados grilletes de hierro.
—Athor está muerto. Col Istor rió brevemente.
—No me refiero al viejo —contestó—. Hablo del joven, del príncipe.
—¿Errel?
Ryke parpadeó. Los ojos le escocían a causa del humo. No había dormido en dos días
y tenía la cabeza pesada. Recogió un puñado de nieve y se frotó el rostro, intentando
pensar. Errel, el único hijo y heredero de Athor, estaba de caza cuando Col y sus
soldados aparecieron ante la Fortaleza, cinco días antes. No había regresado. Athor y los
comandantes habían supuesto que se encontraba a salvo. Esa había sido la ferviente
esperanza de Ryke.
—Está fuera de tu alcance —dijo.
—Está con nosotros —dijo Col Istor. Se puso en pie, haciéndole un gesto al hombre
que se hallaba detrás de él—. Levántale.
El hombre avanzó y, a la fuerza, hizo incorporarse a Ryke. Tenía las manos grandes y
toscas. Ryke se apoyó contra el muro hasta que las piernas dejaron de temblarle. Col le
observaba sin demasiado interés. No parecía un jefe de guerreros. Todo el mundo sabía
que la guerra negaba siempre del norte. Nacía en la roca y se iba endureciendo a través
de la incesante contienda, interrumpida ahora por una tregua, entre Aran y las tierras que
se hallaban aún más al norte, Anhard-sobre-la-montaña. Athor de Tornor, que se
mantenía en guardia ante cualquier signo de los incursores de Anhard, no había hecho
caso de los rumores que llegaron a la Fortaleza a través de los mercaderes del sur acerca
de un capitán de mercenarios surgido de las pacíficas granjas de Aran, los brillantes y
dorados campos de trigo del Galbareth. Y sin embargo, este hombre le había presentado
combate en pleno invierno a Tornor, avezada en la guerra, y había vencido.
—Tráele —ordenó Col.
Cruzaron el recinto interno hasta la puerta. A Ryke le costaba mantener el equilibrio
sobre la nieve resbaladiza. El viento frío le revivió un poco. El ejército de Col se movía por
doquier bajo la brillante luz del sol, limpiando el castillo. Había una hilera de cadáveres
apilada contra un muro. La mayoría llevaban aún arreos de guerra, pero uno vestía el
delantal de cuero de un cocinero. Era imposible decir de cual de ellos se trataba.
Ryke cayó una vez. Aguardaron hasta que logró ponerse nuevamente en pie, y
siguieron andando.
Atravesaron la sala de guardia del recinto interno, pasando bajo los dientes de hierro
del rastrillo. Los guardias se pusieron firmes. Varios de ellos llevaban restos del botín de
la Fortaleza de Zilia, la que estaba más al este de todas las Fortalezas, a tres días de
caballo de Tornor, marcados con su emblema, una hoguera. Ryke ignoraba qué había
sido de Ocel, señor de ese castillo, y de su familia. Tenía una gran familia.
Probablemente, estaban muertos. Había otro enjambre de guardias en el recinto externo,
entre los muros. Uno de ellos llevaba un puñado de flechas ya usadas. Las sostenía por el
extremo emplumado, con lo que acabaría desequilibrando las saetas. Los hombres del
sur no sabían nada del tiro con arco. Ryke se preguntó si la Fortaleza habría podido
resistir más de haber contado con más flechas. Los armeros de la Fortaleza la habían
mantenido bien provista de flechas de caza. Pero desde que se había acordado la tregua,
la fabricación de flechas de guerra había cesado prácticamente.
Decidió que eso no habría importado.
Los estandartes de Athor ondeaban al viento por encima de los muros, una estrella roja
de ocho puntas en campo blanco. Mientras Ryke miraba, una pequeña figura oscura trepó
por el asta y cortó la bandera, haciéndola caer. Ryke apartó la vista, consciente de que
Col estaba observándole. Los grilletes le lastimaban las muñecas. Caminaron a lo largo
del muro sur. La jaula de los perros, bañada por el sol, se hallaba al pie de la Atalaya.
Athor la había construido para su perra loba y los cachorros. Consistía en un recinto de
estacas con una lona dándole sombra. Ahora no había perros en ella. Errel yacía sobre la
piedra manchada de excrementos, cubierto por una manta sucia. Tenía el rostro azul de
frío, con un corte junto a la boca. Sus ojos estaban cerrados. Sólo el firme subir y bajar de
su pecho le dijo a Ryke que seguía con vida.
—No tiene muy buen aspecto —dijo el hombre del que Ryke ignoraba el nombre.
摘要:

LAATALAYAElizabethA.LynnElizabethA.LynnTítulooriginal:WatchtowerTraducción:AlbertSolé©1980byElizabethA.Lynn©1987EdicionesMartínezRocaGranvía774-BarcelonaISBN84-270-1142-3R511/02ParaRWSquelovioempezarElpaísdeArunesunlugarficticio,ysugente,suculturaysuscostumbresseparecensólodeunmodoinconscientealagen...

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