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del rock and roll, de John Shirley —ex cantante del grupo Sacio Nation—, nos recuerda
que vivimos en la era de la MTV, del videoclip y de las neotribus musicales, y que el rock
alguna vez fue una cultura marginal y contestataria, toda una forma de vida fronteriza, an-
tes de que los Rolling Stones se convirtieran en los obscenos y decrépitos millonarios de
una industria más poderosa que las acerías y los astilleros. «Cuentos de Houdini», de
Rudy Rucker, y «Petra», de Greg Bear, son quizás los dos relatos aparentemente más
alejados de la temática ciberpunk, aunque guardan algunos curiosos puntos de contacto
con la corriente. El primero es una ágil y delirante broma ucrónica que nos retrotrae al
inicio del cine y está escrito como un puro guión; el segundo, una elaborada fantasía
medieval escrita en un estilo arcaizante, podría equivaler a la versión ciberpunk de la
película de Walt Disney El jorobado de Nótre Dame, en la que las gárgolas vivas
representarían a unos imaginarios antepasados de los cyborgs. «Los chicos de la calle
400», de Marc Laidlaw, nos trae a la memoria Warriors, la mítica película sobre bandas
neoyorkinas, sólo que envuelta en un apocalipsis nuclear y con ribetes de parapsicología.
«Solsticio», de James Patrick Kelly, insiste en el tema de las drogas, con intuiciones
sorprendentes y originales, en el recurrente escenario ciberpunk de Stonehenge, e
ilustrado con una erudición sospechosamente extraída del clásico estudio de Christopher
Chippindale, Stonehenge, el umbral de la historia. «Hasta que nos despierten voces
humanas», de Lewis Shiner, nos acerca al problema político de la manipulación genética,
un tema candente en la época de la oveja «Dolly» y de la amenaza del loco doctor
Richard Seed. «Stone vive», de John di Filippo, condensa gran parte de las preocu-
paciones ciberpunk, como los implantes o la prolongación artificial de la vida bajo un
enfoque crítico hacia el dominio de las grandes corporaciones multinacionales que van a
controlar el mundo. Característico del ciberpunk es el trabajo en colaboración, como
sucede en los relatos «Estrella Roja, Órbita Invernal» —de Gibson y Sterling— y «Mozart
con gafas de espejo» —de Sterling y Shinner—, que cierran el libro. Al primero, el futuro
—nuestro presente— le ha jugado una mala pasada, pues va a ser justamente este año
1998 el del fin de la estación soviética Solyut, pero ya en la Rusia poscomunista de
Yeltsin, y su abandono se debe al colapso técnico y no a la falta de interés de las nuevas
autoridades rusas. En este relato todavía se advierte cierto involuntario patrioterismo de la
guerra fría, en la que se contrapone la visión del cowboy americano por los nuevos
horizontes frente a la tópica cerrazón de la ideología soviética. Por el contrario, «Mozart»
es una refrescante sátira basada en el clásico viaje temporal, trufada de una sarcástica
malicia, que encierra una aguda crítica contra la homogeneizadora cultura americana (si
cabe más vigente en la actualidad).
En general, Mirrorshades quedará como una sólida antología de CF que ha sabido
reunir la gran variedad de temas y registros del ciberpunk, y que nos demuestra cómo los
relatos, en el ciberpunk y en la CF en general, son con frecuencia mejores que muchas
novelas. Es cierto que a veces las jergas inventadas pueden resultar un tanto confusas,
que las escenas eróticas parecen tópicamente pornográficas, que las referencias
particularísimas a la cultura americana pueden extraviar al lector o que las bruscas elipsis
narrativas desconciertan nuestro usual sentido del argumento, pero, al fin y al cabo, el
estilo ciberpunk es así, con sus virtudes y sus excesos, un fascinante híbrido de literatura
de género y de nuestra omnipresente cultura visual. Como traductores, hemos intentado
reflejarlo lo más fielmente posible, sin traicionar sus, acaso ahora, innovadoras
peculiaridades narrativas, ni adornar su tono provocativamente coloquial y callejero.
Hemos mantenido el torturado fraseo que, en ocasiones, acota torrenciales y minuciosas
descripciones con frases sucintas, lo que de hecho resulta muy alejado del estándar de la
propia literatura norteamericana, y que, por ello, resulta doblemente atractivo y posee un
indudable y perverso encanto. Al lector le toca a partir de ahora, según su propia jerga,
conectar con el «modo ciberpunk»: visualizar, imaginar y «flipar», y lo más importante,
disfrutar con esta insolente y retadora forma de entender la CF y la vida. Esperamos que