Confiscó la pala, pensando cansadamente que «nadar» en esos días significaba «pisar agua». No había
espacio para más en la atestada área de baño.
Jeannie se había vuelto también y miraba sonriendo a su hija, pero Tom meneó la cabeza.
—Ha llegado el momento —dijo brevemente.
Sabía que un paseo en coche aumentaba inevitablemente la tensión de los niños; lo sabía bien pues los
veía a menudo, con tantos intervalos entre las horas de clases, entre las horas de juegos y aun entre las
horas de su propio trabajo. Pero no les faltaría la educación apropiada. Al primer signo de extraversión,
cortar por lo sano, ese era su lema. Se les evitaba así muchos daños futuros.
Jeannie se inclinó hacia adelante y apretó un botón del tablero. La gaveta de tranquilizantes salió y se
abrió. Jeannie eligió una pastilla rosada, pero cuando se volvió, Pattie estaba ya apaciguada, con las manos
en el regazo y los ojos fijos en la pantalla de TV del asiento trasero. Jeannie suspiró y deslizó la píldora en
la boca entreabierta de la pequeña Pattie.
Los otros tres no hablaban desde hacía horas, tal como se esperaba. Jeannie les había servido un
almuerzo apropiadamente pesado en el coche: proteínas sintéticas y un tazón caliente de la sopa de algas
deshidratadas que había puesto en el termo. Además, todos habían tomado una dosis extra de
tranquilizantes para el viaje. David, de seis años, que hacía un tiempo se resistía a abandonar su
extraversión, estaba mirando la pantalla de TV y respiraba con dificultad. David era el primogénito, y había
nacido en la cabina de partos del supermercado el 3 de abril del año 2100, a las ocho y treinta de la
mañana. El mismo año en que la población de los Estados Unidos había llegado a los mil millones. Y era el
quinto niño entre los que habían nacido aquella mañana en el supermercado. Las mellizas Susan y Pattie
estaban sentadas muy derechas y miraban atentamente la pantalla; y el bebé, Betsy, de dos años, se había
tumbado en el asiento y no tardaría en dormirse.
El coche avanzaba a quince kilómetros por hora, uno más en la fila de brillantes burbujas que se
extendía como una cinta de caramelos a lo largo de la nueva carretera de Pulaski, iluminada por el sol
poniente. La distancia entre los coches (que la ruta automática medía estrictamente) nunca cambiaba.
Tom sintió un dolor sordo en los ojos. Unos breves calambres le atenaceaban ahora los músculos. Le
echó a Jeannie una mirada de disculpa, pues a ella no le gustaban los programas deportivos, y encendió la
pantalla de TV del tablero. La tercera partida del campeonato mundial ya había comenzado. Malenkovsky
con las rojas. Malenkovsky movió una pieza y se reclinó en la silla. Las cámaras enfocaron a Saito, con las
negras. Iba a ser una buena partida de damas. Más movida que casi todas.
Estaban a menos de un kilómetro del Túnel cuando la fila de coches se detuvo de pronto. Durante un
minuto Tom no dijo nada. Quizá había ocurrido un accidente, o quizá alguien había salido de la fila,
pasando ilegalmente de automático a manual. Otro minuto más. Las manos de Jeannie apretaban
tensamente la manta amarilla que estaba tejiendo.
Era evidente ahora que la detención se prolongaría. Jeannie miró las filas inmóviles de coches,
frunciendo un poco el ceño.
—Me alegra que ocurra ahora. Esto aumenta nuestras probabilidades, ¿no es así?