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Apenas asomaba el Sol por el horizonte cuando ya los platos estaban apilados en
el pequeño fogón y el lugre se puso en movimiento. Nick parecía alegre cuando
tomó el timón y se alejaron de la isla; el viejo pescador de perlas tenía todo el
derecho a estarlo, pues la zona en que trabajaban era la más rica que Tibor
hubiera visto. Con suerte llenarían la bodega en uno o dos días, y navegarían de
regreso a Isla Jueves con media tonelada de valvas a bordo. Y luego, con un poco
más de suerte, podría abandonar ese apestoso y peligroso trabajo para volver a la
civilización. No es que se lamentara; el griego lo había tratado bien, y había
encontrado algunas piedras buenas al abrir las valvas. Pero ahora comprendía,
luego de nueve meses en los Arrecifes, por qué el número de buceadores blancos
podía contarse con los dedos de una mano. Los japoneses, los hawaianos y los
isleños, podían soportarlo; pero no así los europeos.
El motor diesel tosió, calló, y el Arafura se detuvo. Estaban a unas dos millas de la
isla, que se extendía verde y chata sobre el agua, aunque bruscamente delimitada
por la estrecha franja de playa deslumbrante. No constituía más que una anónima
faja bordeada de un bosquecillo, y sus únicos habitantes eran miríadas de
estúpidos pajarracos, que horadaban el suelo blando y llenaban la noche de
espanto con sus ruidos agoreros.
Se habló poco mientras los tres buceadores se vestían; cada hombre sabía lo que
tenía que hacer, y no perdía tiempo. Mientras Tibor se abotonaba la gruesa
chaqueta de sarga, Blanco, su ayudante, lavó la placa de revestimiento con
vinagre, para que no se nublase. Luego Tibor trepó a la escalera de cuerda,
mientras le colocaban la pesada escafandra y el corselete de plomo sobre la
cabeza. Aparte de la chaqueta, cuyo relleno distribuía el peso en forma uniforme
sobre sus hombros, llevaba las ropas de siempre. En esas aguas templadas no
eran necesarios los trajes de goma, y la escafandra actuaba como una minúscula
campana de buzo, mantenida en posición tan sólo por su peso. En una
emergencia, el portador podía (si tenía suerte) zambullirse fuera de la misma y
nadar de regreso hacia la superficie, sin estorbos. Tibor había visto como se
hacía, y no tenía deseo alguno de llevar a cabo el experimento.
Cada vez que llegaba al último peldaño de la escalera, aferrando la bolsa de
recolección con una mano y la línea de seguridad con la otra, el mismo
pensamiento atravesaba la mente de Tibor. Dejaba el mundo que conocía, pero
¿era por una hora o era para siempre? Allá abajo, en el fondo del mar, estaba la
riqueza y la muerte, y no se podía estar seguro de ninguna. Era probable que éste
fuese otro día fatigoso y sin peripecias, como casi todos los días en la vida
rutinaria del buceador de perlas. Pero Tibor vio morir a uno de sus compañeros,
cuando el tubo de aire se le enredó en la escora del Arafura, y presenció la agonía
de otro cuyo cuerpo se retorció con calambres. En el mar, nada era jamás seguro
o cierto. Se aceptaban los riesgos con ojos abiertos; si se perdía, ¿servía
lamentarse?
Se apartó de la escala, y el mundo de Sol y cielo dejó de existir. Desequilibrado
por el peso de su escafandra, debía pedalear furiosamente hacia atrás, para