
Librodot Moby Dick Herman Melville
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cual no se limpió hasta que no tuvo la camisa puesta. Jamás he visto tal manera de
asearse.
Pues, ¿y el afeitado? ¡Nada de navaja! Descolgó el arpón de donde estaba y
desenfundando la hoja lo utilizó para rasurarse, frente a un trozo de espejo. Y tan pronto
como terminó su tocado, se lanzó fuera de la habitación.
Bajé tras él y saludé al sonriente patrón. La taberna estaba llena de gente, casi
toda ella compuesta de balleneros, calafateadores, carpinteros de ribera y herreros.
-¡A la pitanza! -gritó el patrón.
Y, ante mi sorpresa, ya que esperaba una animada conversación sobre pesca,
captura, etc., la comida transcurrió en completo silencio. Queequeg estaba en la
cabecera, frío, sereno y orgulloso. Eso sí, empleaba, y con cierto peligro para los demás,
el arpón, alargándolo sobre la mesa para pinchar con él los filetes que deseaba comer.
Terminado el yantar, me di un paseo por las calles de New Bedford, e incluso
escuché un sermón y un oficio en la Capilla de Balleneros, extraño lugar, con un púlpito
más complicado y raro de los que haya visto en mi vida. El padre Arce, célebre
predicador, guiaba a sus fieles con términos marineros, tales como «¡A ver, avante
aquellos del fondo! ¡Los de babor, a estribor!» y así sucesivamente. Luego, nos habló
del libro de Jonás, tema muy apropiado para feligreses que eran casi todos ellos
pescadores de ballenas.
Cuando volví a la posada, encontré a Queequeg completamente solo, sentado
cerca del fuego y con el idolíllo negro en las manos. Al verme, dejó la figurita y cogió
un libro, se lo puso en las rodillas y comenzó
contar las hojas minuciosamente. A cada cincuenta páginas levantaba la vista y lanzaba
un silbido de asombro. Luego comenzaba de nuevo por el número uno, como si no
supiera contar más que hasta el medio centenar.
Yo traté de explicarle la otra finalidad que podían tener los libros, aparte de
contarles las hojas, y él se interesó en el asunto, sobre todo cuando le interpreté las
láminas. Fumamos una pipa juntos, y una vez acabada, me manifestó que estábamos
casados, lo cual en su país supongo que significaría que éramos amigos, porque otra
interpretación no pensaba yo darle. Tras de cenar, nos marchamos juntos a la alcoba.
Sacó una bolsa, y de ella unos treinta dólares de plata, que dividió en dos montones
iguales, y empujando uno de ellos hacia mí me dio a entender que eran míos. Yo quise
protestar, pero él me los metió en el bolsillo sin contemplaciones y luego se dedicó a sus
devociones con el idolillo, las astillas de madera y el fueguecillo que con ellas encendió.
Me quiso dar a entender que podía acompañarle, pero al fin y al cabo yo era un buen
cristiano y no tenía interés alguno en adorar a una figurilla de madera.
Una vez acabada la ceremonia, nos metimos en la cama y nos dormimos tras de
charlar un rato, él con su media lengua y yo en el buen inglés que me habían enseñado.
Fue durante esa charla cuando me contó su historia.
Era natural de Rokovoko, isla que no aparece en mapa alguno. De pequeño
correteaba por las selvas con un faldellín de hierbas, cuidando cabras y ya para entonces
deseaba conocer algo más acerca de los hombres blancos que de cuando en cuando
aparecían allí en sus balleneras. Su padre era un jefe, un rey, al parecer, y por parte de
su madre descendía de grandes guerreros.
Cierto día llegó allí un barco y Queequeg pidió pasaje en él, pero se lo negaron.
En vista de lo cual, tomó su canoa, esperó al barco cuando éste salía del atolón y
trepando por una cadena, subió a bordo, donde naturalmente fue sorprendido y
convidado a abandonar el navío. Se negó terminantemente y por fin el capitán accedió a
llevarlo con ellos.