INCURSIÓN AÉREA
JOHN VARLEY
Me despertó bruscamente la llamada de alarma vibratoria que me hacía retumbar silenciosamente el
cráneo. No se detiene hasta que una se sienta, así que eso hice. Por todas partes a mi alrededor, en la
oscurecida sala de literas, los componentes del Equipo de Captura dormían solos o por parejas. Bostecé,
me rasqué las costillas y le di a Gene una palmada en uno de sus velludos costados. Se dio la vuelta; una
despedida muy romántica.
Frotándome los párpados para alejar el sueño, alcancé la pierna que estaba en el suelo, me la coloqué y
até los correajes. En seguida, corrí a lo largo de las filas de literas hacia Operaciones.
El tablero de localización brillaba en la oscuridad: Vuelo 128 de las Líneas Aéreas Sun-Belt, de Miami a
Nueva York, 15 de septiembre de 1979. Llevábamos tres años intentando contactar precisamente con ése.
Debería haberme sentido feliz pero, ¿quién puede serlo apenas levantarse?
Liza Boston me dijo algo al pasar hacia Preparación. Yo contesté y la seguí. Se encendieron las luces
alrededor de los espejos y me dirigí a tientas a uno de ellos. Detrás de nosotros entraron tropezando tres
personas más. Me senté, me enchufé y, por fin, pude reclinarme y cerrar los ojos.
No durante mucho tiempo. ¡Ras! Me senté, rígida, cuando el líquido superconcentrado de las
expediciones reemplazó al agua sucia que tengo por sangre. Miré a mi alrededor y me encontré con una
serie de sonrisas idiotas. Eran Liza, Pinky y Dave. Frente a la pared opuesta, Cristabel ya estaba moviendo
suavemente la cabeza ante el secador, tomando el aspecto de la raza blanca. Parecía un buen equipo.
Abrí el cajón y comencé los preparativos para mi propio maquillaje. Cada vez era un trabajo más difícil.
Con transfusión o sin ella, mi aspecto era el de un cadáver. Había desaparecido por completo la oreja
derecha. Ya no podía cerrar los labios; las encías quedaban permanentemente a la vista. Una semana antes
se me había caído un dedo mientras dormía... pero, ¿qué más da, desgraciada?
Mientras trabajaba se encendió una de las pantallas que rodeaban al espejo. Una joven sonriente, rubia,
amplia frente, rostro redondeado. El pie impreso decía: «Mary Katrina Sondergard, de soltera Trenton,
Nueva Jersey; edad en 1979: 25». Querida, éste es tu día de suerte.
El ordenador diluyó la piel del rostro para hacerme ver la estructura ósea, hizo girar la imagen y me
mostró secciones transversales. Estudié los puntos de coincidencia con mi propio cráneo, observé las
diferencias. No estaba mal, me las habían asignado peores.
Me puse una dentadura que incluía la ligera separación entre los incisivos superiores. Me hinché las
mejillas con pasta. El distribuidor soltó unas lentes de contacto y me las puse. Me ensanché las aberturas
de la nariz introduciendo en ellas unos tapones. No hacían falta orejas: quedarían tapadas por la peluca. Me
ajusté sobre el rostro una máscara virgen de plasticarne y tuve que esperar unos momentos mientras se
adaptaba. Bastó un minuto para modelarla perfectamente. Me sonreí al espejo; era agradable tener labios.