
PLUMROSE
RON GOULART
El hombre de las patillas rojizas me dirigió una afable sonrisa. Luego se acercó a mí y me ofreció un
sombrero y una especie de abrigo. Debajo del brazo llevaba una caja cua-drada que parecía un teléfono
de campaña. Por la calle pasa-ba un tranvía, y cuando el hombre me habló no pude oír lo que decía.
Detrás del hombre había un carro cargado de cer-veza y tirado por un caballo.
Algo me advirtió que si aceptaba las ropas quedaría comprometido. Vacilé, mirando atrás por encima
de mi hom-bro. El edificio de mi oficina se encontraba todavía allí. Pero su aspecto era más nuevo y
reluciente, y delante de él había un hombre con una barba negra y un traje pasado de moda.
—Temo que le costará un poco acostumbrarse —dijo el hombre de las patillas rojizas—. Espero que
lo comprenda y nos conceda unas cuantas horas de su tiempo.
Llevaba casi un año trabajando para la empresa publici-taria Caulkins-Nowlan. Cada mañana, a las
diez y cuarto, sa-lía de mi oficina y daba la vuelta a la manzana hasta un lugar llamado Crescent Coffee
Shop. Sabía que ahora el estableci-miento no estaría allí. Y sabía que, por algún motivo desco-nocido,
no estábamos ya en el mes de septiembre de 1961, en San Francisco.
No me di un manotazo en la frente, ni me puse a gritar. Noté una leve sensación de malestar en la
boca del estómago, y eso fue todo. Hay personas que andan un par de manzanas después de haber
recibido un tiro mortal de necesidad. Uno no sabe nunca cómo va a reaccionar.
—¿Estaba usted esperándome? —le pregunté al hombre.
—No a usted, específicamente —dijo. Volvió a sonreír—. Esperaba a alguien de su profesión. —Me
ofreció de nuevo el sombrero y el abrigo, con cierto apremio—. Póngase esto y no perdamos más
tiempo. Corremos el peligro que aquel individuo le vea materializarse.
Me puse el abrigo. Me quedaba un poco estrecho, o quizás aquélla era la moda. Me puse el
sombrero, el primero que llevaba desde que había llegado a San Francisco.
—¿Materializarme? —inquirí, mientras el hombre me tomaba del brazo.
—Tengo un carruaje esperando cerca de aquí —me dijo—. Deseo que me haga el favor de
acompañarme a mi casa y hablar con mi hija. Por el camino puedo explicarle la situa-ción.
—De acuerdo —dije.
Mi único deseo, en aquel momento, era que me ex-plicaran la situación.
Subimos al carruaje, el cual se encontraba en una aveni-da que no recordaba haber visto nunca allí. El
hombre de las patillas rojizas colocó con cuidado la caja cuadrada en el asiento, entre nosotros, y luego
dio orden al cochero de em-prender la marcha.
—Mi nombre es Gibson G. Southwell —dijo.
—Y el mío Bert Willsey —respondí. Estaba examinando las calles, la gente—. ¿En qué año estamos?
¿Alrededor de 1890?
Southwell sonrió.
—Es usted muy perspicaz. Tiene que serlo, dada su pro-fesión. Estamos a 20 de septiembre de
1897.
—¿Y cómo me ha traído usted aquí?
Southwell colocó una mano sobre la caja cuadrada.
—Es un invento de Plumrose. Debo disculparme, señor Wil-lsey, por estar lo bastante desesperado
como para utilizarlo. No parecía quedar otro recurso. Espero que a la puesta del sol estará usted de
regreso a su verdadera época.
—Aun así, me habré tomado un descanso endiabladamen-te largo para tomar café —murmuré. El