
vez que se lo hubiera dicho a Abby, ella tendría todo el derecho de ponerse a trabajar planeando su
propio futuro. Si él, Doug Leckesh, era el que iba a morir, ¿por qué tendría que hacer algo por alguien?
Abby podía esperar. Los negocios podían quedar sin terminar. Lo correcto era que necesitaba un trago.
El tiempo estaba crudo y tempestuoso, con un poco de nieve en el aire. El cielo mostraba cinco
diferentes matices de gris. Uno de los nuevos robotaxis frenó, invitándolo a abordarlo en cuanto Leckesh
se aproximó al cordón de la vereda. Tenía acciones en la compañía, pero ese día era uno de esos días;
lo que menos deseos sentía era de hablar con un robot. Movió la mano para indicarle al taxi que se
retirara y siguió caminando; su club se hallaba a sólo cuatro cuadras de allí.
Había un bar en la próxima esquina, aparentemente no automatizado. Leckesh no había entrado a un
lugar público para beber en años, pero una repentina ráfaga de viento frío lo urgió a entrar. Ordenó una
cerveza y una medida de scotch. El barman lucía comprensivo; Leckesh se vio asaltado por un súbito
pensamiento: cada día alguien con un cáncer entraba a ese bar. Había un gran número de doctores en el
Edificio Bertroy. Había un gran número de personas que padecían cáncer. Había un gran número de
personas que manejaban el stress con alcohol.
—Estoy listo para recibir la primavera —observó el barman cuando Leckesh ordenó una segunda
vuelta. Era un coreano de cara amplia con acento de New Jersey—. Tengo un jardín en la terraza, y me
muero por sembrar.
—¿Qué cultiva? —preguntó Leckesh pensando en su padre. Cada verano, él convertía el terreno
ubicado detrás de la casa en un jardín. Esto es vida, Dougie, solía decir Papá arrancando un tomate e
hincando los dientes en él. Esto es todo lo que importa.
—Lechuga —dijo el coreano de cara chata—. Zapallo coreano, papas. Adoro las papas recién
brotadas, la forma en que se presentan, como un gran racimo.
Leckesh reflexionó acerca de los racimos. Células tumorosas diseminadas por todo su cuerpo. Apuró su
scotch y pidió otro.
—Lo principal es el fertilizante —dijo el barman vertiendo plácidamente una medida—. Las plantas
necesitan materia muerta, materia podrida, cosas blandas y negras. Es el ciclo natural: lo muerto dentro
de lo vivo.
—Moriré dentro de un mes —dijo Leckesh. Las palabras saltaron de su boca—. Acaba de decírmelo
mi doctor. Tengo el cáncer diseminado por todo el cuerpo.
El coreano dejó de moverse y miró a Leckesh a los ojos. Muy fijamente, por largos segundos, como si
estuviera mirando la TV.
—¿Está asustado?
—No soy religioso —dijo Leckesh—. No creo que haya algo después de la muerte. Tres semanas más
y todo terminará. Exactamente igual que si nunca hubiera vivido.
—¿Tiene esposa?
—Ah, ella no me extrañará. Hablará acerca de mi pérdida. Le agradará montar una escena. Pero en
realidad no va a extrañarme. Se hará con todo mi dinero y encontrará a alguien, la muy zorra. —Hablar
tan cruelmente sobre Abby le proporcionaba a Leckesh una perversa y amarga satisfacción.
El coreano permaneció observándolo del mismo modo descolorido y circunspecto.