
encontrado en mi forma humana, el de los dos hombres en la caja de Sony descolorida. Uno de ellos
está despierto ahora. Tira de los restos de una frazada con costras de roña, como si pudiera estirarla lo
suficiente para protegerse de la fría noche de octubre. Alza la vista y me ve y sus ojos se abren.
Comienza a retirarse, luego se contiene. Dice algo. Su voz me habla con ese tono musical, exagerado,
que la gente usa con los infantes y los animales. Si me concentro podría entender las palabras, pero no
tiene sentido. Sé lo que dice, alguna variante de lindo perrito», repetida una y otra vez con una variedad
de inflexiones. Sus manos estiradas, las pal-mas hacia filera para alejarme, el lenguaje físico que
contradice el vocal. Atrás, lindo perrito, atrás. Y la gente se pregunta por qué los animales no entienden
cuando se les habla.
Huelo el abandono y el desgaste de su cuerpo. Huele a debili-dad, como un ciervo anciano
empujado al borde de la manada, fácil de cazar para los depredadores. Si tuviera hambre olería a cena.
Por suerte aún no, por lo que no tengo que contener la tentación, el conflicto, la repulsión. Resoplo y el
aire se condensa al salir de mi nariz, luego me doy vuelta y salgo corriendo por el callejón.
Más allá hay un restaurante vietnamita. El olor a comida está metido en la madera del edificio. En
una extensión del edificio, al fondo, gira lentamente el ventilador de un extractor, tocando a cada vuelta el
protector metálico. Bajo el ventilador hay una ven-tana abierta. Cortinas con dibujos desleídos de
girasoles salen a la brisa nocturna. Oigo gente en el interior, un cuarto lleno de gente, gruñidos, silbidos
de gente dormida. Quiero verla. Quiero meter el hocico por la ventana abierta y mirar al interior Una
mujer lobo puede divertirse mucho con un cuarto lleno de gente desprotegida.
Comienzo a adelantarme pero me detiene un repentino crujido y un siseo. El siseo se hace más suave,
luego lo ahoga la voz aguda de un hombre, las palabras como ramas quebradas. Vuelvo la ca-beza a
cada lado, el radar busca la fuente. Está más adelante. Aban-dono el restaurante y voy hacia él. Somos
curiosos por naturaleza.
Está parado en un estacionamiento para tres autos, en el pasaje estrecho entre edificios. Tiene un
walkie-talkie pegado al oído y se apoya en un codo, contra un edificio de ladrillos, tranquilo, pero no
descansa. Sus hombros están relajados. Su mirada se pierde. Está confiado en que tiene derecho a estar
allí y no teme a la no-che. Probablemente ayuda a esa actitud el arma que pende de su cinto. Deja de
hablar, toca un botón y mete el walkie-alkie en su funda. Sus ojos observan una vez todo el
estacionamiento, hace el inventario y, al no ver nada que requiera su atención, se mete más al interior del
l laberinto del callejón. Esto podría ser entretenido. Lo sigo.
Mis uñas golpetean en el pavimento. No parece notarlo. Acelero esquivando bolsas de basura y
cajas vacías. Finalmente estoy lo suficientemente cerca. Escucha el sonido sostenido de mis uñas y se
detiene. Me oculto tras un basurero, y lo espío. Se vuelve y trata de ver en la oscuridad. Luego sigue
adelante. Lo dejo alejarse unos pasos y continúo. Esta vez cuando se detiene, espero un se-gundo más
antes de ocultarme. Deja escapar una maldición apa-gada. Ha visto algo, un destello de movimiento, una
sombra que parpadea, algo. Su mano derecha va al arma, acariciando el metal y luego la retira, como si
le bastara para sentirse tranquilo. Vacila, luego mira a un lado y al otro del callejón, y advierte que está
solo y no muy seguro de qué hacer al respecto. Murmura algo, luego sigue adelante, un poco más
rápido.
Al caminar sus ojos van de lado a lado, alerta, al borde de la alarma. Respiro profundo, y registro
apenas brisas de temor, lo suficiente para hacerme latir fuerte el corazón pero no como para perder el
control. Es una presa aceptable para un juego de caza. No va a escapar. Puedo controlar la mayoría de
mis impulsos. Puedo acecharlo sin matarlo. Puedo soportar la primera sensación de hambre sin matarlo.
Puedo verlo sacar el arma sin matarlo. Pero si huye no podré detenerme. Esa es una tentación contra la
que no puedo luchar. Si corre, lo persigo. Si lo persigo, me mata o lo mato.
Al dar la vuelta por otro callejón, comienza a tranquilizarse.
Todo está tranquilo. Me adelanto ahora, poniendo el peso sobre los talones para apagar el sonido de
mis uñas. Pronto estoy a pocos metros. Puedo oler su colonia, que casi tapa el olor natural de un largo
día de trabajo. Puedo ver sus medias blancas que aparecen y desaparecen entre el borde del zapato y el
borde de las piernas del pantalón. Oigo su respiración, el ritmo ligeramente aumentado que revela que
camina más rápido que lo habitual. Me deslizo hacia delante, lo suficientemente cerca como para