Kelley Armstrong - Jauría

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2024-12-19
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Kelley Armstrong
JAURÍA
Emecé Editores
Escaneo y corrección Sylvapen
Para Jeff, que siempre creyó que podía hacerlo
PRÓLOGO
Tengo que hacerlo.
Estuve resistiéndome toda la noche. Voy a perder. Mi batalla es tan fútil como la de una mujer que,
al sentir los primeros dolo-res del parto, decide que no es un momento conveniente para dar a luz. La
naturaleza se impone. Siempre.
Son casi las dos de la mañana, demasiado tarde para esta ton-tería y necesito dormir. Cuatro noches
investigando para cumplir con una entrega me han dejado exhausta. No importa. La piel de atrás de las
rodillas y los codos comenzó a hormiguearme y ahora me arde. Mi corazón late tan aprisa que tengo que
tomar aire. Cierro los ojos fuerte, deseando que se vayan esas sensaciones, pero no se van.
Philip duerme a mi lado. Él es otro motivo por el que no puedo irme, escabullirme en la mitad de la
noche otra vez y volver con un torrente de excusas sin sentido. Mañana va a trabajar hasta tarde. Si tan
solo pudiera esperar un día más. Las sienes me la-ten. La sensación de ardor se extiende por la piel de
mis brazos y piernas. La ira forma una pelota tensa en mis tripas y amenaza con estallar.
Tengo que salir de aquí... ya no tengo tiempo.
Philip no se mueve cuando salgo de la cama. Tengo una pila de ropa metida debajo de mi vestidor
para evitarme los ruidos de los cajones y de las puertas del ropero. Tomo mis llaves con fuer-za, para
que no tintineen, abro suavemente la puerta y salgo al corredor.
Todo está tranquilo. Las luces parecen atenuadas, como si las dominara el vacío. Cuando toco el botón
del ascensor, rechina su protesta de que lo estorbe a esta hora impiadosa. La planta baja y la entrada
están vacías. La gente que tiene plata para alquilar tan cerca del centro de Toronto duerme
cómodamente en este momento.
Además de dolerme las piernas también me hormiguean y curvo los dedos para ver si dejan de picar.
Pero no. Miro las llaves del auto en mis manos. Ahora es demasiado tarde para ir a un lugar seguro. La
picazón ha cristalizado en un fuerte ardor. Con las llaves en el bolsillo, salgo a las calles, buscando un
lugar para cambiarme. Mientras camino, monitoreo la sensación en las piernas que se traslada a los
brazos y a la nuca. Pronto. Pronto. Cuando el cuero cabelludo comienza a hormiguearme, sé que ya he
camindado todo lo que puedo, así que busco un callejón. El primero que encuentro está ocupado por
dos hombres que se acurrucan juntos, dentro de una caja de cartón de un televisor de pantalla grande,
pero el siguiente está vacío. Voy rápido hasta el extremo, me desvisto detrás una barricada de tachos
de basura y oculto la ropa bajo un diario viejo. Entonces comienzo el Cambio.
Mi piel se estira. La sensación se hace más honda y trato de bloquear el dolor. Dolor. Que palabra
trivial: mejor diré agonía. No se puede decir que es sólo "dolorosa" la sensación de que lo despellejen
vivo a uno. Respiro hondo y concentro mi atención en el Cambio, bajando al suelo antes de que me
doble en dos y me vea obligada a hacerlo. Nunca es fácil. Quizás aún soy demasiado humana.
Esforzándome por mantener el control de mis ideas, trato de anticipar cada fase y pongo el cuerpo en
posición adecuada, con la cabeza gacha y los brazos y piernas encogidas, los pies y las manos
flexionadas y la espalda arqueada. Se me forman nudos y tengo convulsiones en los músculos de las
piernas. Me esfuerzo por respirar y relajarme. Sudo y el sudor cae de mi cuerpo a chorros, pero los
músculos finalmente se ablandan y aflojan. Luego vienen los diez segundos de infierno puro que antes
me hacían jurar que preferiría morir antes que soportarlo otra vez. Entonces se acaba.
Cambiada.
Me estiro y parpadeo. Cuando miro en derredor, el mundo ha mutado en una paleta de colores
desconocidos al ojo humano, negros y marrones y grises con tonos sutiles que mi cerebro aún convierte
en azules y verdes y rojos. Alzo la nariz e inhalo. Percibo rastros de asfalto fresco y tomates podridos y
plantas en macetas en las ventanas y sudor de veinticuatro horas y un millón de cosas, que se mezclan en
un olor tan agobiante que me obliga a toser y sacudo la cabeza. Al volverme, alcanzo a ver fragmentos
de mi reflejo en una lata abollada. Mis ojos me devuelven la mirada. Estiro los labios y me gruño.
Destellan colmillos blancos en el metal.
Soy una loba, una loba de sesenta y cinco kilos con un pelaje rubio descolorido. Lo único que
queda de mí son mis ojos, chispeantes de una inteligencia fría y una ferocidad que arde a fuego lento, que
nunca podría confundirse con nada que no fuera humano.
Miro en derredor, volviendo a inhalar la fragancia de la ciu-dad. Aquí estoy nerviosa. Demasiado
encerrada, confinada, apes-ta a humano. Debo tener cuidado. Si me ven, creerán que soy una perra, de
una cruza de razas grandes, quizá de perra esquimal con Labrador amarillo. Pero una perra de mi
tamaño causa alar-ma cuando anda suelta. Voy hacia el fondo del pasaje y busco una salida a través del
pliegue debajo de la barriga de la ciudad.
Mi cerebro está atontado, desorientado no por mi cambio de forma sino por lo desnaturalizado de
lo que me rodea. No logro orientarme y el primer callejón por el que doblo resulta ser el que había
encontrado en mi forma humana, el de los dos hombres en la caja de Sony descolorida. Uno de ellos
está despierto ahora. Tira de los restos de una frazada con costras de roña, como si pudiera estirarla lo
suficiente para protegerse de la fría noche de octubre. Alza la vista y me ve y sus ojos se abren.
Comienza a retirarse, luego se contiene. Dice algo. Su voz me habla con ese tono musical, exagerado,
que la gente usa con los infantes y los animales. Si me concentro podría entender las palabras, pero no
tiene sentido. Sé lo que dice, alguna variante de lindo perrito», repetida una y otra vez con una variedad
de inflexiones. Sus manos estiradas, las pal-mas hacia filera para alejarme, el lenguaje físico que
contradice el vocal. Atrás, lindo perrito, atrás. Y la gente se pregunta por qué los animales no entienden
cuando se les habla.
Huelo el abandono y el desgaste de su cuerpo. Huele a debili-dad, como un ciervo anciano
empujado al borde de la manada, fácil de cazar para los depredadores. Si tuviera hambre olería a cena.
Por suerte aún no, por lo que no tengo que contener la tentación, el conflicto, la repulsión. Resoplo y el
aire se condensa al salir de mi nariz, luego me doy vuelta y salgo corriendo por el callejón.
Más allá hay un restaurante vietnamita. El olor a comida está metido en la madera del edificio. En
una extensión del edificio, al fondo, gira lentamente el ventilador de un extractor, tocando a cada vuelta el
protector metálico. Bajo el ventilador hay una ven-tana abierta. Cortinas con dibujos desleídos de
girasoles salen a la brisa nocturna. Oigo gente en el interior, un cuarto lleno de gente, gruñidos, silbidos
de gente dormida. Quiero verla. Quiero meter el hocico por la ventana abierta y mirar al interior Una
mujer lobo puede divertirse mucho con un cuarto lleno de gente desprotegida.
Comienzo a adelantarme pero me detiene un repentino crujido y un siseo. El siseo se hace más suave,
luego lo ahoga la voz aguda de un hombre, las palabras como ramas quebradas. Vuelvo la ca-beza a
cada lado, el radar busca la fuente. Está más adelante. Aban-dono el restaurante y voy hacia él. Somos
curiosos por naturaleza.
Está parado en un estacionamiento para tres autos, en el pasaje estrecho entre edificios. Tiene un
walkie-talkie pegado al oído y se apoya en un codo, contra un edificio de ladrillos, tranquilo, pero no
descansa. Sus hombros están relajados. Su mirada se pierde. Está confiado en que tiene derecho a estar
allí y no teme a la no-che. Probablemente ayuda a esa actitud el arma que pende de su cinto. Deja de
hablar, toca un botón y mete el walkie-alkie en su funda. Sus ojos observan una vez todo el
estacionamiento, hace el inventario y, al no ver nada que requiera su atención, se mete más al interior del
l laberinto del callejón. Esto podría ser entretenido. Lo sigo.
Mis uñas golpetean en el pavimento. No parece notarlo. Acelero esquivando bolsas de basura y
cajas vacías. Finalmente estoy lo suficientemente cerca. Escucha el sonido sostenido de mis uñas y se
detiene. Me oculto tras un basurero, y lo espío. Se vuelve y trata de ver en la oscuridad. Luego sigue
adelante. Lo dejo alejarse unos pasos y continúo. Esta vez cuando se detiene, espero un se-gundo más
antes de ocultarme. Deja escapar una maldición apa-gada. Ha visto algo, un destello de movimiento, una
sombra que parpadea, algo. Su mano derecha va al arma, acariciando el metal y luego la retira, como si
le bastara para sentirse tranquilo. Vacila, luego mira a un lado y al otro del callejón, y advierte que está
solo y no muy seguro de qué hacer al respecto. Murmura algo, luego sigue adelante, un poco más
rápido.
Al caminar sus ojos van de lado a lado, alerta, al borde de la alarma. Respiro profundo, y registro
apenas brisas de temor, lo suficiente para hacerme latir fuerte el corazón pero no como para perder el
control. Es una presa aceptable para un juego de caza. No va a escapar. Puedo controlar la mayoría de
mis impulsos. Puedo acecharlo sin matarlo. Puedo soportar la primera sensación de hambre sin matarlo.
Puedo verlo sacar el arma sin matarlo. Pero si huye no podré detenerme. Esa es una tentación contra la
que no puedo luchar. Si corre, lo persigo. Si lo persigo, me mata o lo mato.
Al dar la vuelta por otro callejón, comienza a tranquilizarse.
Todo está tranquilo. Me adelanto ahora, poniendo el peso sobre los talones para apagar el sonido de
mis uñas. Pronto estoy a pocos metros. Puedo oler su colonia, que casi tapa el olor natural de un largo
día de trabajo. Puedo ver sus medias blancas que aparecen y desaparecen entre el borde del zapato y el
borde de las piernas del pantalón. Oigo su respiración, el ritmo ligeramente aumentado que revela que
camina más rápido que lo habitual. Me deslizo hacia delante, lo suficientemente cerca como para
aba-lanzarme y lanzarlo al suelo antes de que pueda tomar el arma.
Su cabeza se alza. Sabe que estoy aquí. Que hay algo aquí Me pregunto si se volverá. ¿Se atreverá a
mirar, a enfrentarse a algo que no puede ver ni oír, sino sólo intuir? Su mano va hacia el arma, pero no
gira. Camina más rápido. Y luego sale a la seguridad de la calle.
Lo sigo hasta el final y observo desde la oscuridad. Avanza con las llaves en la mano hasta un
patrullero estacionado, abre y se mete dentro. El auto ruge y sale chillando. Miro las luces que se alejan
y suspiro. Se acabó el juego. Gané.
Fue bueno, pero ni de lejos suficiente para satisfacerme. Estas calles laterales son demasiado
estrechas. Mi corazón late con una excitación que no logré descargar. Mis piernas duelen de tanta
energía contenida. Debo correr.
Del sur viene un soplo de viento que trae el fuerte olor del lago Ontario. Pienso en dirigirme a la
playa, me imagino corriendo por la arena, sintiendo el agua helada en mis patas, pero no es seguro. Si
quiero correr; debo ir al barranco. Queda lejos, pero no tengo opción a menos que quiera quedarme
rondando callejones con olor a humano por el resto de la noche. Giro al noroeste e inicio el viaje.
Casi media hora más tarde estoy parada en la cima de una colina. Mi nariz se mueve, registrando
los vestigios de una fogata de hojas en un patio cercano. El viento me agita la piel, frío, vigo-rizante.
Arriba, el tráfico pasa como un trueno por el viaducto elevado. Debajo está el santuario, un oasis
perfecto en medio de la ciudad. Me lanzo hacia adelante. Por fin estoy corriendo.
Mis piernas adquieren ritmo antes de llegar a la mitad del barranco. Cierro los ojos un segundo y
siento el viento en el hoci-co. Al golpear mis patas contra la tierra endurecida, hay pincha-zos de dolor
en mis piernas, pero me hacen sentir viva, como si me despertara de golpe luego de dormir demasiado.
Los múscu-los se contraen y extienden en perfecta armonía. Con cada paso siento dolor y un estallido
de felicidad física. El cuerpo me agra-dece el ejercicio, y me premia con golpes de adrenalina casi
narcotizantes. Cuanto más corro, más liviana me siento, el dolor se libera como si mis patas ya no
golpearan la tierra. Incluso en el fondo del barranco siento que corro cuesta abajo, incrementando mi
energía. Quiero correr hasta eliminar toda la tensión de mi cuerpo, y que no quede nada más que las
sensaciones del momen-to. No podría detenerme aunque quisiera. Y no quiero.
Las hojas muertas crujen bajo mis patas. Una lechuza canta suavemente en el bosque. Terminó su
cacería y descansa contenta, no le importa quién anda por ahí. Un conejo sale corriendo de los arbustos
delante de mí, advierte su error y vuelve a ocultarse en la maleza. Sigo corriendo. Mi corazón golpea
alerte. El aire se siente helado contra el calor de mi cuerpo, arde al pasar por mi nariz hacia los
pulmones. Respiro hondo, disfrutando del shock que produce al llegar a mi interior. Corro demasiado
rápido como para oler algo. En mi cerebro percibo algunos rostros en una mezcolanza que huele a
libertad. Ya incapaz de resistirlo, finalmente me detengo, lanzo la cabeza hacia atrás y aúllo. La música
sale de mi pecho en una evocación tangible de pura felicidad. Hace eco en la barranca y sube al cielo sin
luna, para que todos sepan que estoy aquí. ¡Soy dueña de este lugar! Cuando acabo, bajo la cabeza,
ja-deando por el esfuerzo. Estoy parada allí, mirando hojas amarillas y rojas de arce esparcidas por el
suelo, cuando finalmente un soni-do logra atravesar hasta mi conciencia. Es un gruñido, un gruñido suave
de amenaza. Hay un pretendiente a mi trono.
Alzo la vista y veo un perro amarillo amarronado a pocos metros. No, no es un perro. Mi cerebro
tarda un segundo, pero finalmente reconocer eñ animal. Un coyote. Tardo un segundo en advertirlo
porque es algo inesperado. He oído hablar de coyotes en la ciudad pero nunca me encontré con uno. El
coyote se siente igual-mente confundido por mí. Los animales no logran entender qué soy. Huelen a
humano, pero ven un lobo y justo cuando deciden que la nariz los engaña, me miran a los ojos y ven un
humano. Cuando me encuentro con perros, huyen o atacan de inmediato. El coyote no hace ninguna de
las dos cosas. Alza el hocico y huele el aire, luego se eriza y hace un gruñido prolongado con los labios
estirados. Es de la mitad de mi tamaño, no vale la pena. Se lo hago saber con un gruñido cansino y un
sacudón de la cabeza que dicen “ya vete". El coyote no se mueve. Lo miro un momento. Desvía la
mirada.
Resoplo, vuelvo a sacudir la cabeza y lentamente le doy la espalda. Estoy a medio giro cuando
veo una piel marrón que se lanza contra mi hombro. Me lanzo al costado, ruedo, luego me pongo
rápidamente de pie. El coyote me mira gruñendo. Respondo con un gruñido serio, el equivalente canino
de "ahora me estás enojando". Él coyote se queda firme. Quiere pelea. Bien.
Se me eriza el pelaje, con la cola abriéndose en abanico. Bajo la cabeza entre los huesos de mis
hombros y aplano las orejas. Le muestro mis dientes y siento el gruñido que sube por mi garganta y sale
reverberando a la noche. El coyote no retrocede. Me aga-cho para saltar cuando algo me golpea duro
en el hombro y me desequilibra. Siento dolor en el hombro. Tropiezo y giro para enfrentar a mi
atacante. Un segundo coyote, gris-marrón, colgado de mi hombro, clavándome los colmillos hasta el
hueso. Con un rugido de ira y dolor, me alzo y lanzo todo mi peso sobre el costado.
Cuando e1 segundo coyote sale volando, el otro se me lanza directo a la cara. Agachándome, lo tomo
de la garganta, pero mis dientes muerden pelo en vez de carne y él logra escabullirse. Trata de
retroceder para atacar de nuevo, pero me lanzo sobre él, obli-gándolo a afirmarse contra un árbol. Se
alza en dos patas, tratando de escapar. Lanzo mi cabeza, apuntando a su garganta. Esta vez lo tomo
bien. La sangre llena mi boca, salada y gruesa. El compañero del coyote aterriza en mi espalda. Siento
que se me aflojan las piernas. Dientes que se hunden en la piel suelta bajo mi cráneo. Siento un nuevo
dolor. Concentrándome, mantengo aferrada la garganta del primero. Me afirmo, luego suelto un
se-gundo, lo suficiente como para dar el golpe fatal y desgarrar. Al retirarme, la sangre que salta me
ciega. Cierro los ojos y giro fuerte la cabeza, desgarrando la garganta del coyote. Cuando sien-to que
está muerto, lo arrojo a un costado. Luego me lanzo al suelo y ruedo. El coyote en mi espalda chilla de
sorpresa y me suelta. Me levanto y giro en un solo movimiento, lista para aca-bar con este otro animal,
pero se escabulle en la maleza. Un des-tello de su cola y se ha ido. Miro el coyote muerto. De su
garganta sale sangre que la tierra bebe sedienta. Siento un sacudón, como el último temblor de deseo
satisfecho. Cierro los ojos y tengo un escalofrío. NO fue mi culpa. Me atacaron. El barranco está en
silencio, haciéndose eco de la calma que me inunda. No canta siquiera un grillo. El mundo está oscuro,
silencioso y dormido.
Trato de examinar y limpiar mis heridas, pero están fuera de mi alcance. Me estiro y evalúo el dolor.
Dos cortes profundos, los dos sangrantes, aunque sólo lo suficiente como para mancharme la piel.
Viviré. Giro e inicio el camino de regreso a la ciudad, sa-liendo del barranco.
Cambio al volver al callejón. Luego me visto y salgo a la vereda como un drogadicto al que
hubieran pescado in fraganti Siento frustración. No debería acabar así, sucia y furtiva, en medio de la
basura y la roña de la ciudad. Debería terminar en un claro en el bosque, la ropa abandonada en la
espesura, estirada desnuda, sintiendo el fresco de la tierra y la brisa nocturna haciéndome cosquillas en la
piel. Debería quedarme dormida en el pasto, exhausta, sin pensar, sólo con los vapores de la satisfacción
flotando en mi mente. Y no debería estar sola. En mi mente imagino a otros, des-cansando en derredor
sobre el pasto. Oigo los ronquidos familia-res, susurros y risas ocasionales. Siento la piel cálida junto a la
mía, un pie desnudo enganchado en mi pantorrilla, que se agita al soñar que corre. Puedo olerlos, su
sudor, su aliento, mezclados con el perfume de la sangre, de un ciervo muerto en la cacería. La imagen
se hace añicos y me encuentro mirando una vidriera donde mi reflejo devuelve la mirada. Siento el
pecho oprimido, de una sole-dad tan profunda y completa que no puedo respirar.
Giro rápidamente y golpeo el objeto más cercano. Resuena un poste de la luz. El dolor me recorre el
brazo. Bienvenida de vuelta a la realidad: Cambio en callejones y me arrastro de regreso a mi
departamento. Mi condena es vivir entre dos mundos. Por un lado, la normalidad. Por el otro, hay un
lugar donde puedo ser lo que soy sin temor a represalias, donde puedo asesinar y ni siquiera provocar un
gesto de quienes me rodean, donde incluso se me alienta a hacerlo para proteger ese mundo. Pero lo
dejé.Al caminar hacia el departamento, puedo sentir mi ira contra el pavimento a cada paso. Una mujer
acurrucada bajo una pila de mantas sucias me mira al pasar e instintivamente se hunde más en su nido.
Al dar la vuelta a la esquina, aparecen dos hombres que me evalúan como presa. Resisto apenas el
impulso de gruñirles. Camino más rápido y parecen decidir que no vale la pena perseguirme. No debería
estar aquí Debería estar en casa, en la cama, no recorriendo el centro de Toronto a las cuatro de la
madrugada. Una mujer normal no estaría aquí. Es otra cosa que me recuerda que no soy normal. No soy
normal. Miro la calle a oscuras y puedo leer un pequeño cartel en un poste telefónico a quince metros.
No soy normal. Siento un ligero aroma de pan fresco de una panadería que comienza a trabajar a
kilómetros de distancia. No soy normal. Me detengo delante de un negocio, me tomo de una barra sobre
la vidriera y me alzo. El metal se queja. No soy normal. Nada normal. Repito las palabras en mi mente,
flagelándome. La ira aumenta.
En la puerta de mi departamento me detengo y respiro hon-do. No debo despertar a Philip. Y si lo
hago, no debo permitir que me vea así. No necesito un espejo para saber cómo me veo, con la piel
tensa, el color subido, los ojos incandescentes de ira que ahora siempre vienen con el Cambio.
Definitivamente nada normal.
Cuando finalmente entro al departamento escucho la respi-ración de él que me llega desde el
cuarto. Aún duerme. Estoy casi en el baño cuando se interrumpe la respiración.
-¿Elena? -musita adormilado.
-Voy al baño.
Trato de pasar la puerta, pero ahora está sentado, mirándome con su miopía. Frunce el ceño.
-¿Vestida? -dice.
-Salí.
Un momento de silencio. Se pasa la mano por el pelo oscuro y suspira.
-Es peligroso. Carajo, Elena. Te lo dije la semana pasada. Despiértame e iré contigo.
-Necesito estar sola. Para pensar.
-Es peligroso.
-Lo sé. Lo siento.
Me meto en el baño, y me quedo más de lo imprescindible. Hago de cuenta que uso el inodoro, me
lavo las manos con sufi-ciente agua como para llenar un yacuzzi, luego encuentro una uña que necesita de
mi atención. Cuando finalmente creo que Philip se ha vuelto a dormir, voy al cuarto. Está encendido el
velador. El se encuentra sentado, con los anteojos puestos. Vacilo en la puerta. No me decido a pasar la
puerta, meterme en la cama con él. Me odio por eso, pero no puedo hacerlo. El recuerdo de la noche
perdura y me siento fuera de lugar.
Como no me acerco, Philip baja las piernas de la cama y se sienta.
-No quise ladrarte -dijo-. Pero me preocupo. Sé que nece-sitas libertad y trato...
Se detiene, frotándose la boca con la mano. Sus palabras me cortan. Sé que no me quiere reñir,
pero lo hace. Para mi es un recordatorio de que estoy jodiendo la cosa, de que tengo suerte de haber
encontrado a alguien tan paciente y comprensivo como Philip, pero estoy desgastando su paciencia a
velocidad supersó-nica y parece que no puedo hacer más que esperar a que suceda el desastre.
-Sé que necesitas libertad -dice nuevamente-. Pero tiene que haber otra manera. Quizá podrías salir
de mañana. Si prefie-res que sea de noche, podríamos ir al lago en el auto. Podrías caminar. Y yo me
quedo en el auto y te cuido. Quizá podría cami-nar contigo. Quedarme veinte pasos detrás de ti. -Logra
sonreír.
_Quizá no. Probablemente me arrestarían por cuarentón que anda acechando a una jovenzuela.
Se detiene y luego se inclina hacia delante.
-Ahí, Elena, es cuando tú dices que a los cuarenta y un años no se es ningún cuarentón.
-Ya veremos qué se puede hacer -digo.
No se puede hacer nada. Tengo que correr de noche y tengo que hacerlo sola. No hay manera de
llegar a un acuerdo.
Viéndolo sentado al borde de la cama, sé que lo nuestro no tie-ne futuro. Mi única esperanza es lograr
que la relación sea tan perfecta en todos los demás sentidos como para que Philip llegue a aceptar esta
excentricidad. Para lograrlo el primer paso tendría que ser que me meta en la cama, lo bese y le diga que
lo amo. Pero no puedo hacerlo. Esta noche no. Esta noche soy otra cosa, algo que él no conoce y no
podría entender. No quiero ir a él así.
-No estoy cansada -digo-. No me voy a acostar. ¿Quieres desayunar?
Me mira. Vacila y sé que he fallado... otra vez. Pero no dice nada. Vuelve a sonreír.
-Salgamos. Tiene que haber algún lugar abierto en la ciu-dad a esta hora. Daremos una vuelta hasta
encontrar un bar. Tomaremos cinco tazas de café y veremos el amanecer. ¿Está bien?
Asiento. No me atrevo a hablar.
-¿'Te duchas tú primero? -dice-. ¿O tiramos la moneda?
-Ve tú.
Me besa en la mejilla al pasar. Espero hasta escuchar la du-cha y entonces voy a la cocina
A veces me da tanta hambre.
HUMANA
Me quedé parada frente a la puerta antes de llamar. Era el Día de la Madre y yo estaba parada frente a
una puerta con un rega-1o, lo que habría sido bastante normal si se tratara de un regalo para mi madre.
Pero mi madre había muerto hacía mucho tiempo y yo no tenía relación con ninguna de mis madres
adoptivas ni, mucho menos, les llevaba regalos. El regalo era para la madre de Philip. Esto también
sería normal si Philip estuviera allí con-migo. Pero no. Llamó desde la oficina hace una hora para decir
que aún no podía salir y si quería ir sola o prefería esperarlo. Decidí ir sola y ahora estaba parada allí
preguntándome si había sido la decisión correcta. ¿Iba una mujer a visitar a la madre de su novio el Día
de la Madre sin el antedicho novio? Quizá me esforzaba demasiado. No sería la primera vez.
Las reglas humanas me confunden. No es que me criara en una cueva. Antes de volverme
licántropo, ya había aprendido las cosas básicas: cómo llamar a un taxi, manejar un ascensor; pedir una
cuenta bancaria, todas las minucias de la vida humana. El problema era la interacción con humanos. Mi
niñez había sido bastante jodida. Entonces, cuando estaba al borde de convertir-me en adulta, me
mordieron y pasé los siguientes nueve años de mi vida con otros licántropos. En esos años tampoco
había estado separada del mundo humano. Había vuelto a la universidad, via-jado con los demás, incluso
tuve varios empleos. Pero siempre habían estado allí, para darme apoyo, protección y compañía. No
había tenido que manejarme sola. No había tenido que hacer amigos ni tener amantes ni ir a almorzar con
mis compañeros de trabajo. Y no lo hice. El año pasado, cuando rompí con los demás y vine a 'Toronto
sola, pensé que amoldarme a la situación sería la menor de mis preocupaciones. ¿Qué podía pasar?
Haría lo ele-mental que había aprendido de niña, mezclado con la capacidad de conversar como una
adulta, con un toque de cautela y voilá, me haría de amigos rápidamente. ¡Ja!
¿Ya era demasiado tarde para dar la vuelta e irme? No quería hacerlo. Respirando hondo, toqué el
timbre. De inmediato se es-cucharon pasos. Entonces abrió la puerta una mujer de cara re-donda con
pelo marrón entrecano.
-¡Elena! -dijo Diane-. Mamá, llegó Elena. ¿Philip está es-tacionando? ¡Hay tantos autos! Todo el
mundo anda de visita.
-En realidad Philip no está conmigo. Tuvo que trabajar, pero vendrá pronto.
-¿Trabaja en domingo? Tendrás que hablar con él seriamente, muchacha. Pasa, pasa. Están todos
aquí.La madre de Philip, Anne, apareció detrás de su hija. Era diminuta. No me llegaba ni al mentón con
pelo gris acerado, cor-tado a lo paje.
_¿Sigues tocando a la puerta, querida? dijo, levantando los brazos para abrazarme. -Sólo los
vendedores tocan el timbre. La gente de la familia entra sin llamar.
-Philip llegará tarde -dijo Diane-. Está trabajando.
Anne hizo un sonido en lo profundo de su garganta y me acompañó adentro. El padre de Philip,
Larry; estaba en la cocina robando dulces de una bandeja.
-Eso es para el postre, papá -dijo Anne, espantándolo.
Larry me tomó de los hombros con un brazo, en la otra mano atún tenía un dulce.
-¿Dónde está...?
-Viene tarde -dijo Diane-. Está trabajando. Ven al living Elena. Mamá invitó a almorzar a los
vecinos, Sally y Juan. -Bajó la voz: -Sus hijos están todos en el oeste. -Empujó las puertas de vaivén.
-Antes de que llegaras mamá les estaba mostrando tus últimos artículos en el Focus Toronto.
-¿Eso es bueno o malo?
-No te preocupes. Son muy liberales. Les encantaron tus ar-tículos. Aquí estamos. Sally, Juan, ella
es Elena Michaels, la novia de Philip.
La novia de Philip. Eso siempre sonaba extraño, no porque me molestara que me dijeran "novia en
vez de “compañera" o cualquier otra ridiculez políticamente correcta por el estilo. Me llamaba la atención
porque hacía muchos años que no era la no-via de nadie. No tenía relaciones estables. Para mí, si
duraba un fin de semana entero, ya se estaba poniendo demasiado serio. Mi única relación duradera
había sido un desastre. Más que un desastre. Una catástrofe.
Philip era diferente.
Conocí a Philip unas pocas semanas después de mudarme a 'Toronto. Vivía en un departamento a
pocas cuadras. Dado que nuestros edificios tenían el mismo administrador, los inquilinos del suyo tenían
acceso al gimnasio y la piscina del mío. Él fue a la piscina un día después de la medianoche y al
encontrarme sola me preguntó si me molestaba que nadara un poco, como si yo tuviera derecho a
echarlo. A lo largo del mes siguiente nos encon-tramos solos allí, siempre por la noche tarde. Siempre
preguntó si no me molestaba. Finalmente le dije que el motivo por el que hacía ejercicio era para no
tener que preocuparme de que me atacara un extraño y que iría en contra de mi objetivo si me pusiera
nerviosa su presencia. Eso lo hizo reír y se quedó después de su ejercicio y me trajo jugo de la máquina
expendedora. Cuando el jugo se volvió un hábito, fue recorriendo la cadena alimentaria con invitaciones
a tomar café, luego almuerzos y cenas. Para cuando llegamos a compartir el desayuno ya habían pasado
seis meses del día en que nos conocimos en la piscina. Ése pudo haber sido uno de los motivos por el
que me dejé atrapar, halagada de que alguien invirtiera tanto tiempo y esfuerzo en conocerme. Philip me
cortejó con la paciencia de quien trata de convencer a un animal medio salvaje de que entre a la casa y,
al igual que muchos descarriados, me encontré domesticada antes de que pensara en resistir.
Todo anduvo bastante bien hasta que sugirió que viviéramos juntos. Tendría que haber dicho que
"no». Pero no lo hice. Una parte de mí no podía resistir el desafío de ver si podía hacerlo. Otra parte de
mí temía perderlo: era la mayor prueba de mi éxito en el intento por tener una vida normal. El primer mes
fue un desastre. Entonces, justo cuando pensé que la burbuja estaba por estallar, se aflojó la tensión. Me
obligué a posponer más mis Cam-bios, lo que me permitía hacer mis corridas cuando Philip hacía viajes
de negocios o trabajaba hasta tarde. Por supuesto que no puedo decir que fui yo sola la que salvó la
relación. Incluso cuando empezamos a vivir juntos, Philip fue tan paciente como cuando salíamos.
Cuando yo hacía algo que haría levantar las cejas a la mayoría de las personas, Philip lo dejaba pasar
con una broma. Cuando me superaba la tensión, me llevaba a cenar o a un espec-táculo, para
distraerme, a la vez que me daba a entender que esta-ba dispuesto a hablar y que lo entendería si yo no
quisiera hacerlo. Al principio pensé que era demasiado bueno para ser real. Todos los días yo volvía a
casa del trabajo, me detenía frente a la puerta del departamento y me preparaba por si él me había
abandona-do. Pero no lo hizo. Hace unas semanas empezó a hablar de bus-car un lugar más grande
cuando se terminara mi contrato de alquiler, incluso insinuó que un departamento en un condominio
podría ser una inversión adecuada. Guau. Eso sonaba a algo per-manente, ¿verdad? Me quedé
conmocionada una semana entera. Pero era una forma buena de conmoción.
Era la media tarde. Los vecinos ya se habían ido. El marido de Diane Ken, se había ido temprano
para llevar al menor de sus hijos al trabajo. La otra hermana de Philip, Judith, vivía en Ingla-terra y tuvo
que conformarse con una llamada telefónica después del almuerzo y habló con todos, incluso conmigo.
Al igual que toda la familia de Philip, me trataba como si fuera su cuñada en vez de la novia del momento
de su hermano. Eran todos tan amigables, se mostraban tan dispuestos a aceptarme, que me costaba
creer que no fuera por simple cortesía. Era posible que realmente les cayera bien, pero después de haber
tenido tan mala suerte con las familias, me resistía a creerlo. Lo deseaba demasiado.
Cuando estábamos lavando los platos sonó el teléfono. Anne atendió en el living. A los pocos
minutos me vino a buscar. Era Philip.
-Lo siento cariño -dijo, cuando atendí-. ¿Mamá está enojada?
-No lo creo.
-Bueno. Le prometí llevarla a cenar otro día.
-¿Vendrás?
Suspiró.
-No voy a llegar. Diane te llevará a casa.
-No hace falta. Puedo tomar un taxi o el...
-Ya no -dijo-. Ya le dije a mamá que le pidiera a Diane. Ya no te dejarán irte sin acompañante. -Hizo
una pausa. -Realmente no quise abandonarte. ¿Estás sobreviviendo?
-Muy bien. Todos me tratan muy bien, como siempre.
-Me alegro. Volveré a casa a las siete. No prepares nada. Compraré comida hecha. ¿Caribeña?
-No te gusta la comida caribeña.
-Estoy castigado. Te veo a las siete. Te quiero.
Cortó antes de que pudiera decir nada.
-Tendrías que haber visto los vestidos -decía Diane mien-tras me llevaba a mi departamento-.
Horribles. Como bolsas con agujeros para los brazos. Los diseñadores deben pensar que para cuando
necesitan un vestido de madre de novia a las muje-res va no les importa cómo se ven. Encontré un
vestido azul ma-rino hermoso probablemente pensado para la nueva esposa joven del padre de la novia,
pero la cintura era demasiado ajusta-da. Pensé en no comer una semana para poder usarlo, pero no. Es
cuestión de Principios. Ya tuve tres chicos, me gané esta panza.
-Tiene que haber algo mejor -dije---. ¿No has buscado en tiendas que no sean para casamiento?
-Es lo que voy a hacer. En realidad pensaba Pedirte que me acompañaras. La mayoría de mis
amigas piensan que las bolsas con agujeros están bien. Camuflaje para gente madura. Y mis hijas no
quieren nada que no les permita exhibir el aro en el ombligo.
¿'Te molestaría? 'Te invito a almorzar. Con tres martinis incluidos.
Reí.
-Con tres martines, cualquier vestido se verá bien. Diane sonrió.
-Es mi plan. ¿Sí?
-Seguro.
-Qué bien. Te llamo, y hacemos una cita.
Condujo hasta la rotonda delante de mi departamento. Abrí la puerta y entonces recordé que debía
ser amable.
-¿Quieres subir a tomar un café?
Estaba segura de que me daría alguna excusa, pero en vez de eso dijo:
-Seguro Una hora más de paz antes de volver a la trinchera. Además de que tendré la oportunidad de
reñir a mi hermanito por dejarte hoy en medio de los tiburones.
Me reí y le indiqué dónde podía estacionar.
LLAMADO
Tal vez he dado la impresión equivocada haciendo tanta bambolla acerca de mi deseo de vivir en el
mundo humano, como si todos los licántropos se separaran de la vida humana. No lo hacen. En
rea-lidad y por necesidad, la mayoría de los licántropos viven en el mundo humano. Si no desean crear
una comuna en Nuevo México, no tienen alternativa. El mundo humano los provee de alimento, techo,
sexo y otras necesidades. Sin embargo, aunque vivan en el mundo, no se consideran parte de él. Ven la
interacción con huma-nos como un mal necesario, con actitudes que van del desprecio a la risa apenas
disimulada. Son actores que hacen su papel, a veces disfrutan de su momento en la escena pero por lo
general se sien-ten aliviados de dejarla. Yo no quería ser así. Quería vivir en el mundo humano y, en la
medida de lo posible, ser auténtica al hacerlo. No elegí esta vida y no me iba a entregar a ella,
renunciando ¿a todos los sueños de mi futuro, sueños mediocres y ordinarios de tener un hogar, una
familia, una carrera y, por sobre todo, estabili-dad. Nada de eso era posible siendo mujer loba.
Yo me crié en hogares adoptivos. Malos hogares adoptivos. Como de niña no había tenido una
familia, estaba decidida a crear una. Al convertirme en licántropo, se liquidaron esos planes. Pero aunque
no pudiera tener marido e hijos, eso no quería decir que no pudiera cumplir parte de aquel sueño.
Estaba haciendo carrera en el periodismo. Tenía un hogar en Toronto. Y estaba formante una familia,
aunque no una familia tradicional, con Philip. Hacía suficiente tiempo que estábamos juntos como para
que empezara a pensar que era posible lograr un poco de estabilidad. Me sentía muy afortunada de
haber encontrado a alguien tan normal y buena persona como Philip. Yo sé que soy difícil,
temperamental, discutidora, para nada la clase de mujer que le interesaría a Philip. Por supuesto que no
me comportaba así con Philip.
Ocultaba esa parte de mi -la parte de mujer loba-, con la esperanza de poder ir deshaciéndome de ella,
como si fue librarme de una piel vieja. Con Philip tenía la oportunidad de reinventarme, convertirme en la
clase de persona que él cree que soy. Que por supuesto es exactamente la clase de persona que yo
quiero ser.
La Jauría no entendía por qué elegí vivir entre humanos. Las reacciones iban desde la exasperación y
la sonrisa, como si fuera una adolescente en medio de un estallido rebelde, hasta la creen-cia de que me
infligía un autocastigo al vivir con una especie inferior. No podían entenderlo porque no son como yo.
Primero, yo no nací mujer loba. La mayoría de los licántropos sí, o al menos llevan la sangre en sus
venas al nacer y viven su primer Cambio cuando maduran. La otra manera de convertirse en licántropo
es ser mordida por uno de ellos. Pero son pocas las personas que sobreviven a la mordida del
licántropo. Los licántropos no son ni estúpidos ni altruistas. Si muerden, buscan matar. Si muerden y no
logran matar, acechan a su víctima hasta terminar el trabajo. Es una simple cuestión de Supervivencia. Si
una es una mujer loba o un licántropo que ha logrado asimilarse cómodamente en un pueblo o ciudad, lo
último que quiere es un nuevo licántropo, medio enloquecido suelto en su territorio, matando gente y
llamando la atención. Aunque alguien logre escapar luego de ser mordido, son mínimas las posibilidades
de sobrevivir. Las prime-ras veces el Cambio es un infierno para el cuerpo y la mente. Los licántropos
hereditarios crecen sabiendo lo que les toca y tienen a sus padres para guiarlos. Los licántropos
mordidos se las tienen que arreglar solos. Si no mueren por la tensión física, la ten-sión mental los lleva a
suicidarse o a hacer suficiente alboroto como para que los encuentre otro licántropo y acabe con su
sufrimiento antes de que puedan causar problemas. Por eso no hay muchos licántropos por ahí. Según el
último censo, había treinta y cinco licántropos en el mundo. Un total de tres no hereditarios,
incluyéndome a mí.
Yo. La única mujer loba existente. El gen del licántropo se trans-mite a través del linaje masculino, de
padre a hijo, de modo que una mujer sólo puede convertirse en licántropo si es mordida y logra
sobrevivir, lo cual, tal como dije, es muy raro. Y en conse-cuencia no sorprendente que yo sea la única
mujer loba. Mordi-da a propósito, convertida a propósito en mujer loba. Increíble en realidad que haya
sobrevivido. Al fin de cuentas, cuando hay una especie con tres docenas de machos y una hembra, la
hembra se vuelve un premio a disputar. Y los licántropos no solucionan sus disputas jugando al ajedrez.
Tampoco tienen tradición de respetar a las mujeres. Las mujeres cumplen dos funciones en el mundo del
摘要:
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KelleyArmstrongJAURÍAEmecéEditoresEscaneoycorrecciónSylvapenParaJeff,quesiemprecreyóquepodíahacerloPRÓLOGOTengoquehacerlo.Estuveresistiéndometodalanoche.Voyaperder.Mibatallaestanfútilcomoladeunamujerque,alsentirlosprimerosdoloresdelparto,decidequenoesunmomentoconvenienteparadaraluz.Lanaturalezaseim...
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