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esperar alcanzar nunca sus ardientes costas..., a menos que las leyendas
fuesen realmente ciertas. Se decía que en otros tiempos había habido rápidas
naves metálicas que podían cruzar el océano pese al calor de Trilorne, y llegar
así a las tierras del otro lado del mundo. Ahora sólo podía llegarse a esos
países mediante un laborioso viaje por tierra y mar, que sólo podía acortarse un
poco viajando hacia el Norte tanto como uno se atreviese.
Todos los países habitados del mundo de Shervane se encontraban en el
estrecho cinturón que existía entre el calor ardiente y el frío insoportable. El
lejano Norte era siempre una región inasequible batida por la furia de Trilorne, y
el Sur la zona lúgubre e inmensa de la Tierra Sombría, donde Trilorne era sólo
un pálido disco en el horizonte, y a menudo ni siquiera eso.
Shervane aprendió todas estas cosas en los años de su infancia, y en aquellos
años no tenía ningún deseo de dejar las amplias tierras que se extendían entre
las montañas y el mar. Desde el alba de los tiempos, sus antepasa dos y las
razas anteriores a ellos habían trabajado para hacer de aquellas tierras las
mejores del mundo; si habían fracasado, había sido por muy poco. Había
jardines tapizados de extrañas flores, había ríos que se deslizaban suavemente
entre rocas cubiertas de musgo para perderse en las aguas puras de un mar
sin mareas. Había campos de trigo que se ondulaban constantemente
acariciados por las brisas, como si las generaciones de semillas aún no
nacidas se hablasen unas a otras. En los amplios prados y bajo los árboles, el
dócil ganado vagaba libre y tranquilo. Y allí estaba la gran casa, con sus
enormes estancias y sus pasillos interminables, muy grande en la realidad,
pero más inmensa aún en la mente de un niño. Éste era el mundo que él
conocía y amaba. Lo que existía más allá de sus fronteras no le preocupaba.
Pero el universo de Shervane no era de los que están libres del dominio del
tiempo. La cosecha maduraba y se recogía en los graneros. Trilorne recorría
lentamente su pequeño arco de cielo y, con el paso de las estaciones, la mente
y el cuerpo de Shervane crecían. Su tierra parecía más pequeña ahora: las
montañas quedaban más próximas y el mar estaba tan sólo a un breve paseo
de la gran casa. Comenzó a aprender cosas sobre el mundo en que vivía y a
prepararse para el papel que debía desempeñar en su organización.
Aprendió algunas de estas cosas de su padre, Sherval, pero la mayoría se las
enseñó Grayle, que había venido del otro lado de la s montañas en tiempos del
padre de su padre y había sido tutor de tres generaciones de la familia
Shervane. Quería mucho a Grayle, aunque el viejo le enseñaba muchas cosas
que él no deseaba aprender, y los años de su adolescencia los pasó bastante
agradablemente, hasta que le llegó la hora de cruzar las montañas e ir a las
tierras del otro lado. Siglos atrás, su familia había llegado de los grandes
países del Este y, desde entonces, generación tras generación, el hijo mayor
había hecho de nuevo el peregrinaje para pasar un año de su juventud entre
sus primos. Era una sabia tradición, pues al otro lado de las montañas aún se