Arthur C. Clarke - El Muro de Obscuridad

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EL MURO DE OSCURIDAD
Arthur C. Clarke
Muchos y extraños son los universos que se amontonan como burbujas en la
espuma sobre el Río del Tiempo. Algunos (muy pocos) se mueven a
contracorriente; menos aún son los que yacen siempre fuera de su alcance, al
margen del futuro y el pasado. El pequeño cosmos de Shervane no pertenecía
a estos grupos: su singularidad era de un tipo distinto. Sólo contenía un mundo
(el planeta de la raza de Shervane) y una estrella, el gran sol Trilorne, que le
daba vida y luz.
Shervane nada sabía de la noche, pues Trilorne estaba siempre sobre el
horizonte, acercándose a él sólo en los largos meses de invierno. Pasadas las
fronteras de la Tierra Sombría, había una zona en la que Trilorne desaparecía
bajo el borde del mundo, y descendía una oscuridad en la que nada podía vivir.
Pero incluso entonces la oscuridad no era absoluta, aunque no hubiese
estrellas que la aliviasen.
Solo en su pequeño cosmos, volviendo siempre la misma cara hacia su
solitario sol, el mundo de Shervane era el último y más extraño capricho del
Señor de los Mundos.
Sin embargo, mientras contemplaba las tierras de su Padre, los pensamientos
que llenaban la mente de Shervane eran los mismos que los de cualquier niño
humano. Sentía asombro, curiosidad, un poco de miedo, y sobre todo el anhelo
de salir al gran mundo que había ante él. Ira aún demasiado joven para hacer
estas cosas, pero la vieja casa estaba sobre la máxima elevación que había en
varios kilómetros a la redonda, y podía contemplar toda la tierra que un día
sería suya. Cuando se volvió hacia el Norte, con Trilorne brillando frente a su
cara, pudo ver a varios kilómetros de distancia la larga hilera de montañas que
se curvaban hacia la derecha, elevándose cada vez más, hasta desaparecer
detrás de él en dirección a la Tierra Sombría. Un día, cuando fuese mayor,
cruzaría aquellas montañas por el paso que llevaba a las grandes tierras del
Este.
A su izquierda estaba el océano, a sólo unos kilómetros de distancia, y
Shervane podía oír a veces el atronar de las olas que rodaban sobre las
suaves arenas de la playa. Nadie sabía lo lejos que llegaba el océano. Habían
salido barcos navegando hacia el Norte mientras Trilorne se elevaba cada vez
más en el cielo y el calor de sus rayos se hacía más intenso. Se habían visto
obligados a regresar mucho antes de que el gran sol hubiese llegado al cenit.
Si existían realmente las míticas Tierras del Fuego, ningún hombre podía
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esperar alcanzar nunca sus ardientes costas..., a menos que las leyendas
fuesen realmente ciertas. Se decía que en otros tiempos había habido rápidas
naves metálicas que podían cruzar el océano pese al calor de Trilorne, y llegar
así a las tierras del otro lado del mundo. Ahora sólo podía llegarse a esos
países mediante un laborioso viaje por tierra y mar, que sólo podía acortarse un
poco viajando hacia el Norte tanto como uno se atreviese.
Todos los países habitados del mundo de Shervane se encontraban en el
estrecho cinturón que existía entre el calor ardiente y el frío insoportable. El
lejano Norte era siempre una región inasequible batida por la furia de Trilorne, y
el Sur la zona lúgubre e inmensa de la Tierra Sombría, donde Trilorne era sólo
un pálido disco en el horizonte, y a menudo ni siquiera eso.
Shervane aprendió todas estas cosas en los años de su infancia, y en aquellos
años no tenía ningún deseo de dejar las amplias tierras que se extendían entre
las montañas y el mar. Desde el alba de los tiempos, sus antepasa dos y las
razas anteriores a ellos habían trabajado para hacer de aquellas tierras las
mejores del mundo; si habían fracasado, había sido por muy poco. Había
jardines tapizados de extrañas flores, había ríos que se deslizaban suavemente
entre rocas cubiertas de musgo para perderse en las aguas puras de un mar
sin mareas. Había campos de trigo que se ondulaban constantemente
acariciados por las brisas, como si las generaciones de semillas aún no
nacidas se hablasen unas a otras. En los amplios prados y bajo los árboles, el
dócil ganado vagaba libre y tranquilo. Y allí estaba la gran casa, con sus
enormes estancias y sus pasillos interminables, muy grande en la realidad,
pero más inmensa aún en la mente de un niño. Éste era el mundo que él
conocía y amaba. Lo que existía más allá de sus fronteras no le preocupaba.
Pero el universo de Shervane no era de los que están libres del dominio del
tiempo. La cosecha maduraba y se recogía en los graneros. Trilorne recorría
lentamente su pequeño arco de cielo y, con el paso de las estaciones, la mente
y el cuerpo de Shervane crecían. Su tierra parecía más pequeña ahora: las
montañas quedaban más próximas y el mar estaba tan sólo a un breve paseo
de la gran casa. Comenzó a aprender cosas sobre el mundo en que via y a
prepararse para el papel que debía desempeñar en su organización.
Aprendió algunas de estas cosas de su padre, Sherval, pero la mayoría se las
enseñó Grayle, que había venido del otro lado de la s montañas en tiempos del
padre de su padre y había sido tutor de tres generaciones de la familia
Shervane. Quería mucho a Grayle, aunque el viejo le enseñaba muchas cosas
que él no deseaba aprender, y los años de su adolescencia los pasó bastante
agradablemente, hasta que le llegó la hora de cruzar las montañas e ir a las
tierras del otro lado. Siglos atrás, su familia había llegado de los grandes
países del Este y, desde entonces, generación tras generación, el hijo mayor
había hecho de nuevo el peregrinaje para pasar un año de su juventud entre
sus primos. Era una sabia tradición, pues al otro lado de las montañas aún se
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conservaba gran parte de la sabiduría del pasado y uno podía conocer
hombres de otras tierras y estudiar sus costumbres.
En la primavera anterior a la marcha de su hijo, Sherval, con tres de sus
criados y ciertos animales que por conveniencia llamaremos caballos, llevó a
Shervane a ver las partes de la tierra que nunca había visitado antes.
Cabalgaron en dirección oeste, hacia el mar, y siguieron en esa dirección
durante varios días, hasta que Trilorne apareció situado claramente más cerca
del horizonte. Luego continuaron hacia el sur, sus sombras alargándose ante
ellos, y giraron de nuevo hacia el este sólo cuando los rayos del sol parecieron
perder todo su poder. Estaban ya dentro de los límites de la Tierra Sombría, y
no parecía prudente continuar más al sur hasta que el verano estuviese en su
apogeo.
Shervane cabalgaba junto a su padre, observando el cambiante paisaje con la
ansiosa curiosidad de un muchacho que ve por primera vez un país nuevo. Su
padre le hablaba del suelo, de los cultivos que podían crecer allí y los que no,
pero la atención de Shervane estaba en otra parte. Miraba el horizonte
desolado de la Tierra Sombría y se preguntaba hasta dónde se extendía aquel
país y qué misterios encerraba.
-Padre -dijo-, si uno fuese hacia el sur en línea recta, cruzando la Tierra
Sombría, ¿llegaría al otro lado del mundo?
Su padre sonrió.
-Los hombres se han hecho esa pregunta durante siglos -dijo-, pero hay dos
razones por las que jamás sabrán la respuesta.
-¿Cuáles son?
-La primera, por supuesto, la oscuridad y el frío. Incluso aquí, nada puede vivir
durante el invierno. Pero hay una razón aún más poderosa, aunque ya veo que
Grayle no te ha hablado de ella.
-No creo que lo haya hecho; al menos, no lo recuerdo.
Sherval no contestó por el momento. Se afianzó en los estribos y oteó la tierra
hacia el sur.
-En tiempos, yo conocía bien este lugar -le dijo a Shervane-. Vamos.... he de
enseñarte algo,
Se desviaron del sendero que habían estado siguiendo y durante varias horas
caminaron una vez más dando la espalda al sol. La tierra se elevaba
lentamente ahora, y Shervane vio que estaban ascendiendo por una gran sierra
rocosa que penetraba como una daga en el corazón de la Tierra Sombría. Por
último, llegaron a una colina demasiado escarpada para los caballos, y allí
desmontaron, dejando los animales al cuidado de los siervos.
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-Hay un camino que la rodea -dijo Sherval-, pero es más rápido subir por aq
que llevar a los caballos por el otro lado.
La colina, aunque escarpada, era pequeña, y llegaron a su cima en unos
minutos.
Al principio Shervane no vio nada que le resultase sorprendente; sólo las
mismas extensiones ondulantes y desoladas, que parecían hacerse más
oscuras y lúgubres a medida que aumentaba su distancia de Trilorne.
Se volvió hacia su padre, un poco desconcertado, pero Sherval señaló hacia el
lejano sur y trazó una línea a lo largo del horizonte.
-No es fácil verlo -dijo pausadamente-. Mi padre me lo enseñó desde este
mismo lugar, muchos años antes de que tú nacieras.
Shervane miró fijamente hacia la oscuridad. El cielo del sur era tan oscuro que
parecía casi negro y descendía para unirse al borde del mundo. Pero no del
todo, pues a lo largo del horizonte, en una gran curva que dividía tierra y cielo y
que no parecía, sin embargo, pertenecer a ninguno, había una banda de
oscuridad más profunda, negra como esa noche que Shervane no había
conocido jamás.
La miró fijamente largo rato, y quizá alguna intuición del futuro relampagueó en
su alma, pues la tierra oscura le pareció de pronto viva y expectante. Cuando al
final apartó los ojos, supo que nada volvería a ser igual, aunque aún era
demasiado joven para reconocer aquel reto corno lo que realmente era.
Y así, por primera vez en su vida, Shervane vio el Muro.
A principios de la primavera dijo adiós a su gente y se fue con un siervo a
cruzar las montañas para pasar a las grandes tierras del mundo oriental. Al
conoció a los hombres que compartían su linaje, y allí estudió la historia de su
raza, las artes que se habían desarrollado desde los tiempos antiguos y las
ciencias que regían las vidas de los hombres. En los centros de aprendizaje se
hizo amigo de muchachos que habían llegado de tierras situadas aún más al
este: era poco probable que volviese a verlos, pero uno de ellos iba a tener un
importante papel en su vida, mayor del que ninguno de los dos pudiera llegar a
imaginar entonces. El padre de Brayldon era un famoso arquitecto, pero su hijo
pretendía eclipsarle. Viajaba de país en país, siempre aprendiendo,
observando, haciendo preguntas. Aunque sólo era unos años mayor que
Shervane, su conocimiento del mundo era infinitamente mayor... o así le
parecía a Shervane.
Entre ellos desmembraban el mundo y lo reconstruían según sus deseos.
Brayldon soñaba con ciudades cuyas grandes avenidas e inmensos edificios
avergonzasen incluso a las maravillas del pasado, pero Shervane sentía más
interés por la gente que había de habitar tales ciudades y por la forma en que
habían de organizar sus vidas.
摘要:

1ELMURODEOSCURIDADArthurC.ClarkeMuchosyextrañossonlosuniversosqueseamontonancomoburbujasenlaespumasobreelRíodelTiempo.Algunos(muypocos)semuevenacontracorriente;menosaúnsonlosqueyacensiemprefueradesualcance,almargendelfuturoyelpasado.ElpequeñocosmosdeShervanenopertenecíaaestosgrupos:susingularidadera...

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