Poul Anderson - Epilogo

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Epílogo
Poul Anderson
I
Su nombre era una sucesión de pulsaciones radiales. Convertidas en las ondas de
sonido equivalentes habrían producido un disonante chirrido, ya que él, como muchas
conciencias, era el centro de su propia existencia. Llamémoslo Cero.
Aquel día había salido de caza. En la cueva las reservas de energía habían
llegado a un punto crítico. El otro, a quien se podría llamar Uno puesto que era el
habitante más importante dentro del universo de Cero, no se había quejado. No era
necesario; él también había sentido una disminución de la potencia. Cerca había
abundancia de acumuladores, pero había que procesar cierta cantidad de
determinadas células para recargar a Uno. Los movibles en cambio disponían de más
energía concentrada y, naturalmente, estaban mejor organizados. Era posible
desmembrar por completo el cuerpo de un movible, sin necesidad de muchas reformas,
para que Cero pudiera utilizarlas. A pesar de las mínimas exigencias de su
funcionamiento, el mismo Cero deseaba una carga más fácilmente asimilable de la que
procedía de los acumuladores.
En resumen, ambos necesitaban un cambio de dieta.
Las piezas de caza ya no se acercaban a la cueva; durante los últimos cien años
habían aprendido que ese no era un lugar seguro, y Cero supo que pronto iba a tener
que tomar alguna iniciativa.
Pero la mera idea de tener que ayudar a Uno a lo largo de kilómetros y
kilómetros de peligroso territorio escarpado, cubierto de maleza le hacía retrasar la
decisión. Seguramente dentro de un radio de pocos días de su morada actual iba a
poder encontrar grandes movibles. Uno le ayudó a ajustarse a la espalda una percha
para acarreo, tomó algunas armas y se puso en marcha.
El crepúsculo estaba próximo. Cuando encontró los rastros el cielo estaba claro
todavía: cristales de tierra rotos aún sin arreglar, varias tablas cortadas de algunos
troncos... Conectó sus receptores en el punto de sensibilidad máxima, para controlar
todas las bandas de frecuencia que generalmente transmitían ruidos de movibles.
Captó una conversación de baja amplitud entre dos personas que estaban a unos cien
kilómetros y que debido a alguna excentricidad atmosférica había llegado de tan lejos;
un poco más cerca percibió las señales de pequeñas formas escurridizas que no valía
la pena cazar; un volador se lanzó hacia las alturas y por un momento llenó de estática
su campo de percepción. Pero ninguna onda del grande. Seguro que ha pasado hace
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días por aquí – pensó –, y ahora estará fuera del alcance del receptor...
Bueno, siempre le quedaba el recurso de seguirle el rastro y por lo menos
alcanzar al torpe aserrador. Sin duda se trataba de un aserrador (conocía bien los
signos), por lo tanto, bien valía la pena que la caza fuera larga. Se hizo una rápida
inspección: todas las partes en perfecto orden. Y se puso en marcha a largos pasos; se
desplazaba con un esfuerzo que podía levantar cualquier cosa que hubiera en la
huella.
Terminó el crepúsculo. Por encima de las montañas se elevaba la pequeña lente
fría de una luna casi llena. Los vapores nocturnos resplandecían en espesas masas y
chorros contra un cielo negro violáceo en el que las estrellas relucían en el espectro
óptico y susurraban y cantaban en el campo radial. La selva reverberaba de aloy*,
resplandecía en heladas partículas de silicato. El viento resopló en lo alto entre las
placas absorbentes de radiación y las hacía tintinear unas contra otras; se oyó el
zumbido de un horadador mientras un desherbador tascaba a través de encajes de
cristal y un río frío y ronco bramaba por una cuesta hacia el valle.
Mientras se abría paso zigzagueando entre troncos, vigas y varillas con la
facilidad que da la larga práctica, Cero no apartaba su atención de los receptores de
radio. Esa noche percibía algo extraño en las frecuencias altas, una nota corta,
extraviada..., una serie de notas, voz, zumbido, nunca había oído nada similar ni sabía
de otros que lo hubieran escuchado... Pero el mundo estaba lleno de misterios. Nadie
había cruzado el océano rumbo al oeste ni las montañas hacia el este. Por último, Cero
dejó de escuchar y puso toda su atención en localizar a la presa. No era tarea fácil
moviéndose tan lentamente como lo hacía mientras sus antenas ópticas quedaban
anuladas por la oscuridad. En un momento recogió lubricante de una perforación del
cilindro y el otro diluyó sus ácidos con un trago de agua. Varias veces sintió que sus
células energéticas se polarizaban, y se detuvo un rato hasta que pasara. Descansó.
El cielo, empalidecido por el alba en los picos distantes, se volvió gradualmente rojo.
Vapores húmedos y sulfurosos rodaron por las cuestas hacia el valle. Cero pudo ver la
huella nuevamente, y empezó a moverse con ansiedad.
Entonces volvió a escuchar aquello tan extraño, sólo que esta vez con más
fuerza.
Se acuclilló. Su antena tembló levemente. Sí, los impulsos venían desde cierta
altura, y seguían cobrando fuerza. Muy pronto sería capaz de identificarlas como los
ruidos radiales que se asocian al funcionamiento de un movible. Pero no las sentía
como los tipos ya conocidos..., había algo más: un áspero armónico ondulante, como si
hubiera recogido alguna pérdida desde el borde de un rayo modulado de onda corta.
El sonido le causó impresión.
Al principio era un silbido delgado, alto y frío por encima de las nubes del alba.
Pero en pocos segundos había crecido hasta convertirse en un rugido que sacudió la
tierra, reverberó por las montañas y repiqueteó en las placas del sorbedor hasta hacer
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retumbar toda la selva. La cabeza de Cero parecía una cámara de resonancias; el
barullo le sacudía el cerebro de un lado a otro. Orientó hacia arriba las antenas
horrorizadas y mareadas. Entonces vio descender aquella cosa.
Enloquecido, en el primer momento pensó que sería un volador. Al menos tenía
como ellos un cuerpo fino y ahusado y las aletas de aire. Pero nunca había visto un
volador que descendiera en una cola multicolor de llamas. Tampoco ningún volador era
capaz de oscurecer porción tan grande de cielo... ¡Y a menos de dos kilómetros de
distancia!
Cuando aquello aterrizó sintió el impacto destructivo: estructuras derribadas,
cristales de tierra disueltos, un pequeño horadador aplastado en su cueva... Una ola de
angustia cundió por toda la selva. Se arrojó al suelo achatando el cuerpo todo lo que
pudo mientras se aferraba a los restos de su propia cordura con las cuatro manos.
Cuando el monstruo estuvo asentado en su lugar, el silencio que siguió fue como el
estallido de un trueno final.
Cero levantó lentamente la cabeza. Sus percepciones se aclararon. Un rayo de
sol atisbaba sobre la tierra. Parecía una afrenta que el sol se atreviera a salir como si
nada hubiera sucedido. Los últimos ecos se perdieron entre las montañas.
Decisión repentina: no era el momento para ser precavido con su propia
existencia. Cero abrió al máximo la corriente de su transmisor.
– ¡Alarma! ¡Alarma! Todos aquellos que estén recibiendo que se preparen para
transmitir. ¡Alarma!
Alguien contestó a cuarenta kilómetros del lugar. No dejó de aumentar la
intensidad de la potencia ni por un momento: muy bien podría llamarse Dos.
– ¿Eres tú, Cero? Noté algo extraño en dirección a tu posición. ¿Qué sucede?
Cero no pudo contestar de inmediato. Sentía en su cabeza el murmullo de
muchas voces, y otros llegaban desde las colinas, de las cimas de las montañas, de
llanuras, de chozas y tiendas y cuevas: cazadores, mineros, agricultores, fabricantes de
herramientas convertidos de pronto en una sola unidad. Pero él emitía señales a su
lugar de origen.
– Quédate aquí dentro, Uno. Trata de conservar las energías. No estoy herido.
Tendré cuidado. Tú, escóndete y espera mi llamada.
– ¡Silencio! – vociferó una estridencia que todos reconocieron como procedente
de Cien. Era el más viejo de todos, probablemente había pasado por media docena de
cuerpos.
Su proceso mental mostraba ya los efectos de una polarización irreversible y era
más lento, se había desgastado poco a poco, pero conservaba la sabiduría que le
habían dado los años y era él quien presidía los concejos.
– Cero, informa de lo que has observado.
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– No es fácil – dijo el cazador, vacilante –, estoy en...
Dio detalles de su ubicación.
¡Ah, sí – murmuró Cincuenta y Seis –, es cerca de la gran pérdida de galena...!
– Eso parece un volador, pero es enorme; más de treinta metros de largo. Bajó a
un par de kilómetros de aquí en un chorro incandescente y ahora está quieto. Creo
haber escuchado la señal de un rayo. De ser así el grito no se parece al que haya
emitido movible alguno hasta ahora.
– ...por estos lugares – agregó astutamente Cien –, pero algo de ese tamaño
con aletas tan estrechas no es capaz de deslizarse..., lo que me hace dudar que se
trate de uno de rapiña.
– Acumuladores de señuelo – dijo Ocho.
– ¿Eh? ¿Qué pasa con esos? – preguntó Cien.
– Bueno, que si los acumuladores de señuelo son capaces de emitir señales tan
poderosas como para controlar cualquier pequeño movible que se hubiera acercado, y
hacerlo entrar entre sus muelas, tal vez esta cosa tenga una habilidad semejante. A
juzgar por su tamaño, puede tener un radio de acción enorme, y de cerca sería capaz
de dominar a grandes movibles. También a personas, quizás.
Algo parecido a un estremecimiento pasó por la banda de comunicación.
– Probablemente sea un desherbador – dijo Tres– . En ese caso...
Su señal se perdió en la nada, pero la idea permaneció en las mentes
parcialmente unidas.
¡Un movible de semejante tamaño...! Tantos megavatios-hora en suslulas de
engría. Cientos, quizá miles de partes útiles. Toneladas de metal. Oye, Cien: acaso tu
tátara-creador pueda recordar semejante caza hace cientos de milenios.
No.
Si es peligroso será preciso ahuyentarlo o destruirlo. En caso contrario debemos
repartirlo entre todos. Pero de cualquier modo, hay que atacarlo.
Cien no vaciló en tomar una decisión:
– Que todas las personas masculinas tomen las armas y se dirijan al punto de
reunión en Broken Glade, sobre el río Gusto a Cobre. Cero, tú acércate lo más que
puedas y observa todo, pero manténte en silencio a menos que ocurra algo imprevisto.
Cuando estemos reunidos podrás darnos detalles para trazar un plan concreto. ¡Aprisa!
Las voces callaron en el receptor de circuitos. Cero volvió a quedarse solo.
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Los rayos oblicuos del sol pasaban sobre las cimas y se perdían en la selva.
Sedientas, las negras caras de los acumuladores volvían hacia él las placas
absorbentes para beber radiaciones. La bruma se disipó dejando troncos y vigas
brillantes de humedad. Una suave brisa hacía tintinear las protuberancias de silicato
que salían al paso. Por un momento Cero quedó maravillado ante tanta belleza. El
deseo de que Uno estuviera junto a él y el temor de pronto el aliento del monstruo lo
convirtiera en metal fundido pareció afinar la diafanidad matinal.
En su interior tomó cuerpo una determinación. Debajo de ella había un torbellino
de franca avidez. En todas las décadas transcurridas desde que fuera activado no
había habido banquete igual al que esta caza prometía. Se preparó rápidamente. Ante
todo tomó en cuenta sus armas ordinarias. No podría sujetar al monstruo con un lazo
corredizo de alambre ni creía que el martillo de hierro bastara para quebrarle las partes
delicadas, que al parecer no tenía, ni tampoco que los pernos de acero de su ballesta
pudieran perforar una placa fina para cortar un circuito vital. Pero la palanca dentada
con cabeza de lanza podría serle de utilidad. La sostuvo con una mano mientras que
con las otras dos desataba la cuerda y la colocaba en la percha de acarreo, junto al
resto del armamento. No tardó en enganchar diestramente la antorcha de cortar en el
lugar correspondiente. Nadie usaba este invento artificial salvo para trabajos
imprescindibles, para terminar con un gran movible cuyas células pudieran reemplazar
la tremenda energía gastada por las llamas, o en casos de extrema necesidad. Por el
momento sólo tenía intención de espiarlo.
Salió caminando al acecho, erguido entre las sombras y los reflejos del sol,
protegido por el camuflaje que lo hacía casi invisible. Los movibles que sentían su
presencia huían o se quedaban inmóviles. Ni aun el gran acuchillador era rapaz tan
temido como una persona en expedición de caza. Así fue desde el remoto día en que
algún genio salvaje había provocado la primera chispa para dominar la electricidad.
Cero esta a medio camino, moviéndose cada vez con más lentitud y precaución,
cuando percibió a los recién llegados.
Se detuvo bruscamente. Por encima de su cabeza el viento agitaba las ramas
ahogando todo otro sonido. Pero sus antenas electrónicas logran contar una..., dos...,
tres siluetas en movimiento que venían de la dirección del monstruo. Sus emisiones
eran tan extrañas como las de aquél.
Cero permaneció largo rato haciendo esfuerzos por sentir y por entender lo que
sentía. Pudo apreciar que el flujo de potencia de los tres era muy pequeño, que apenas
podía se detectado aun desde distancia tan corta. Un horadador y un saltador
empleaban más energía para moverse. El flujo también era peculiar; no se parecía en
nada al de un movible; era demasiado simple, como si se tratara de uno o dos circuitos
oscilantes. Opacos, fríos, carentes de actividad. Por otra parte, la señal de potencia...
Porque ese parloteo tenía que ser una señal... ¡Era un grito! Esas cosas hacían tal
barullo que los receptores conectados al mínimo podían recoger las señales a cinco
kilómetros de distancia.
Era como si no supieran nada de caza, rapaces o enemigos.
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O como si no les importara.
Cero se detuvo durante un tiempo más. El pavoroso evento le produjo un
retintín. Se podría decir que estuvo armándose de coraje. Finalmente asió con firmeza
su palanca dentada y salió al encuentro de los tres.
No tardaron en quedar expuestos a su sentido visual y a su radar entre las
protuberancias. Se quedó inmóvil tras una estructura para espiarlos. Su mente
reaccionó con silencio al asalto de la sorpresa. De acuerdo con el nivel de energía
había comprendido que las cosas eran pequeñas, pero le llevaban de ventaja casi la
mitad de su propio tamaño. Sin embargo, cada uno tenía sólo un motor que funcionaba
con fuerza apenas suficiente para mover el brazo de una persona. Esa no podía ser la
fuente de energía. Pero entonces, ¿qué era?
Recuperando el uso de la mente trató de estudiar en detalle las extrañas
características de los tres. Sus formas no eran muy distintas de las suyas, aunque
poseían dos brazos, una giba y facciones indefinidas. Muy distintas al monstruo,
aunque indudablemente estaban asociados a él. Sin duda los había enviado como
ojos-espías, tal como solían hacer los cubos rodantes. Desde hacía más de un siglo
algunas personas habían intentado convertir a movibles semejantes en asistentes de
cazadores. Sí, algo tan grande y torpe como el monstruo bien podía necesitar
ayudantes.
Entonces, ¿el monstruo es un rapaz? O tal vez – y la idea recorrió como el rayo
el circuito completo de Cero – se trate de un pensante... ¿...cómo un persona? Trató de
encontrar sentido a las señales moduladas entre los tres bípedos. No, era imposible.
Pero...
¡Un momento!
Las antenas de Cero oscilaron violentamente hacia atrás y hacia adelante. No
podía creer la verdad. Esa última señal procedía del monstruo, oculto tras un kilómetro
de bosque. Iba del monstruo a los bípedos. ¿Acaso estaban contestando?
Los bípedos se dirigían hacia el sur. Al paso que iban probablemente
encontrarían rastro de sus movimientos, y siguiendo esas huellas llegarían a la cueva
donde estaba Uno mucho antes de que los varones de Cien pudieran reunirse en
Broken Glade.
Entonces el monstruo se enteraría de la existencia de Uno.
Tomó una decisión. Abrió al máximo la energía del transmisor, pero dirigía las
ondas evitando emitirlas hacia ningún lado. No quería dar ninguna clave en cuanto a la
ubicación de aquellos a los que estaba llamando.
¡Atención! ¡Atención! Conectaos conmigo: unión sensorial directa. Estoy a
punto de emprender la captura de los movibles.
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Después de mirar a través de sus ópticos y escuchar con sus receptores, cien
exclamó:
– No, espera. No debes denunciar nuestra existencia ni localización antes de
que estemos preparados para actuar. ¿De acuerdo?
– De todas maneras el monstruo no tardará en enterarse de nuestra existencia –
contestó Cero –. La selva está llena de viejos campamentos, herramientas rotas,
trampas, piedras astilladas, escoria... Pero ahora tengo la ventaja de la sorpresa. Si
fracaso y me destruyen igualmente podrán recoger ciertos datos... ¡Estad alerta!
Salió a la carga detrás de las vigas.
Los tres habían pasado de largo. Al sentirlo giraron repentinamente. Escuchó la
modulación quebrada de la señal de potencia de los otros. Un onda, de frecuencia
menor, aulló una respuesta. ¿Sería la voz del monstruo? No había tiempo para pensar
en eso. A pesar de su torpeza y lentitud, los bípedos entraron en acción. El del centro
arrancó un tubo que llevaba atravesado a la espalda. Mientras avanzaba con pesados
trancos pensó que aún no había hecho ningún ademán francamente hostil hacia ellos,
pero... El tubo se iluminó y emitió algunos rugidos.
El impacto hizo trastabillar a Cero, tirándolo hacia un lado. Cayó sobre una
rodilla. Se sintió desbordado por señales destructivas de circuitos rotos. Mientras
un dolor punzante le anunciaba su próxima extinción, conservó la cabeza lo
suficientemente clara para ver que le habían despegado la mitad superior del brazo.
El tubo le apuntaba sin vacilar. Se levantó. En su interior relampagueó la
certidumbre del peligro en que se encontraba. Otro bípedo tenía los brazos alrededor
del tercero, que trataba de sacar un objeto pequeño de una funda.
Cero disparó toda la potencia disponible por medio de sus efectores.
Aprovechando que la velocidad lo tornó borroso, se hizo a un lado mientras la otra
mano izquierda tiraba la palanca dentada. Cruzó como un meteorito por un haz de sol e
hizo blanco en el tubo. Arrancado de manos del bípedo, el tubo se estrelló contra el
suelo y se dobló.
Cero se arrojó sin tardanza sobre los tres. Ya había podido identificar su sistema
de comunicación: un transmisor y una antena colocada fuera de la piel. Con la mano
derecha golpeó la espalda de un bípedo, arrancándole la radio. La antorcha escupió
con precisión. El comunicador del otro bípedo, fundido ya, quedó en silencio.
El tercero trató de escapar. Con cuatro grandes pasos Cero logró asirlo.
Desconectó la antena y se la puso bajo el brazo pateando con furia mientras trataba de
dar caza a los otros dos. Cuando hubo atrapado al segundo, el primero se mantenía
firme agitando las manos al azar mientras trataba de defenderse. Los amarró a todos
juntos con el lazo de alambre. Como medida de precaución vació la percha de acarreo
del que le había disparado. Esos objetos delgados podían ser peligrosos aun cuando el
tubo que los había arrojado estuviese roto. Metió a los bípedos bien apretados dentro
de su percha de acarrear.
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Entonces esperó un momento. De la selva no salía más ruido sónico que el del
viento de los acumuladores. Pero el espectro radial vociferaba. El monstruo rugió y la
transmisión de Cero rodó entre cielo y montaña y de persona a persona se trasladó por
todo el territorio.
– Y ahora, basta de hablar – dijo, terminando su informe –. No quiero que el
monstruo me siga el rastro. He impedido que esos auxiliares se pongan en contacto
con él. Y ahora los llevaré a mi cueva para estudiarlos. Espero presentar algunos datos
útiles en nuestro encuentro.
– Esto puede asustar al monstruo – dijo Setenta y Dos.
– Mejor – replicó Cien.
– En ese caso – dijo Cero –, por lo menos habré conseguido algo en mi
expedición de caza.
Después de desconectar el transmisor desapareció entre las sombras de la
selva.
II
Al separarse de la nave espacial, el navío produjo un susurro. A bordo, la
maquinaria palpitaba, tintineaba, sorbía y exhalaba aire para devolverlo renovado, y se
mantenía ocupada en asuntos de calor y luz, de computación y propulsión. Pero todo
no era más que una base para el silencio.
Hugh Darkington miraba hacia afuera por la portilla delantera. Mientras el navío
se despegaba de la órbita de la madre describiendo una curva, el gran casco relució en
el cielo, luego cayó hacia babor y se esfumó rápidamente hasta desaparecer de la
vista. Las estrellas, hasta entonces ocultas, salieron de pronto, pequeños puntos de
hielo que brillaban contra la agobiante oscuridad.
No le parecían diferentes. Pero debían de serlo, naturalmente. Vistas desde la
superficie de la Tierra esas constelaciones serían completamente extrañas. Pero en el
espacio había tantas estrellas visibles, que al menos para los ojos de Darkington ellas
formaban un gran caos. Desde el puente de la nave espacial el capitán Thurshaw le
había señalado que la Vía Láctea tenía una nueva forma, que faltaba este ángulo y que
aquella bahía no estaba en el mismo lugar que tres billones de años atrás. Para
Darkington eran sólo palabras. En su carácter de biólogo nunca había prestado
demasiada atención a la astronomía. Aturdido por ese aislamiento, no podía hallar
pensamientos que le importaran menos que la forma de la Vía Láctea.
El navío seguía describiendo espirales. Para entonces la Luna había pasado por
su campo de visión. En los eones transcurridos desde que el Traveler partiera, la Luna
se había alejado de la Tierra, aunque no tan lejos como se había pronosticado, porque,
según decían, el estrecho de Behring había desaparecido al mismo tiempo que otros
lugares registrados; sin embargo, ahora apenas parecía un bruñido penique. A través
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de los telescopios de la nave se parecía a sí misma. Tenía algunas montañas nuevas,
otros cráteres y un poco más de erosión termal y antiguas caracerísticas, pero
Thurshaw fue capaz de identificar casi todo lo que vió. Resultaba grotesco que la Luna
perdurara cuando todo lo demás había cambiado.
Incluso el Sol Observando a través de un filtro era un disco borroso y rutilante.
Quizá no tanto en términos absolutos. La tierra se había acercado algo, ya que la
fricción de polvo interplanetario y gas ocasionó una pérdida milenaria. A medida que las
reacciones atómicas fueron intensificándose, el Sol, que había aumentado de tamaño,
se tornó asimismo más caliente. Todos estos cambios se notaban claramente en tres
billones de años, aun a escala cósmica. Para un organismo vivo y consciente era la
llegada del Juicio Final.
Darkington maldijo en voz baja y apretó el puño hasta que la piel palideció sobre
los nudillos. Era un hombre enjuto, de rostro alargado y rasgos prominentes; su pelo
castaño había encanecido un poco temprano. Entre sus recuerdos se destacaban
hermosas espiras sobre una escuadrilla de Oxford, maravillas vistas a través de un
microscopio, un barco a vela deslizándose contra la brisa en la bahía de Nantucket, el
penacho de agua que dejaba tras de sí, el ruido de las gaviotas y las campanas de la
iglesia que repicaban alegremente; la camaradería silenciosa ante un tablero de
ajedrez y el brindis con grandes vasos de cerveza, bosques encendidos por el verano
indio: todas esas cosas estaban muertas. Había pasado ya el efecto del shock y los
cien hombres y mujeres a bordo del Traveler volvían a funconar, pero lo que fuera su
hogar había sido amputado de sus vidas, y el muñón dolía.
Frederika Ruys apoyó su mano en la de él y apretó levemente. El trató de aflojar
la tensión de sus músculos y esbozar una sonrisa como respuesta.
– Después de todo – dijo ella –, sabíamos que partíamos por mucho tiempo y
que quizá no regresaríamos...
– Pero habríamos estado en un planeta viviente –, murmuró él.
Aún podemos encontrar alguno – afirmó Sam Kuroki desde su asiento de
piloto–, en un radio de cincuenta años luz no hay menos de seis estrellas del tipo G.
– No será lo mismo – protestó Darkington.
No – dijo Frederika –, pero en cierta manera, ¿no será más? Nosotros, los
últimos seres humanos en todo el universo, con el privilegio de empezar otra vez la
raza...
No había ninguna timidez en su actitud. No era bonita, al contrario, bastante
regordeta y fea; su pelo lacio era amarillento y la boca demasiado grande. Pero esos
detalles carecían de importancia desde que la nave había entrado en tiempo acelerado.
Lo cierto es que Frederika Ruys era un alma valiente y un competente ingeniero.
Darkington se consideró dichoso de que lo hubiera elegido a él.
Después de todo, quizá no seamos los únicos – dijo Kuroki. Sus facciones
achatadas se distendieron en una de sus habituales sonrisas. Enfrentaba la inmensidad
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con la tozudez de un gorrión –. ¿Acaso no podrá haber otras colonias además de la
nuestra? Está claro que en esta época los descendientes serán enanos calvos que sólo
piensan en el cálculo...
– Lo dudo mucho – contestó Darkington –. Si en cualquier lugar de la galaxia
hubiera humanos sobrevivientes, ¿no creéis que habrían vuelto aquí para sembrar la
vida? Este es el planeta madre – y dejó escapar una exclamación entrecortada.
Mientras el Traveler describía su órbita alrededor de una Tierra irreconocible
habían analizado el tema ceintos de veces, pero no podían evitar lo que era obvio una
y otra vez, como el enfermo que insiste en tocarse la herida.
– No, en realidad creo qeu la guerra empezó en cuanto partimos. La situación
mundial estaba a punto de estallar entonces.
Esa fue la razón por la construyó el Traveler, siguió pensando, y también por eso había
partido con tanta prisa. Cincuenta parejas apretujadas para ir a establecerse en Tau
Ceti II antes de que lanzaran los cohetes. Oficialmente se trataba de un equipo de
científicos, por supuesto, y la empresa había sido costeada por una de las grandes
fundaciones. Pero, como todo el mundo sabía, el hecho era que tenían esperanzas de
salvar un fragmento de la civilizació para volver algún día y ayudar en la
reconstrucción... si podían. (Hasta la confederación de países panasiáticos reconocía
que una guerra total significaba un retraso de cien años en la historia; y los gobiernos
occidentales eran menos optimistas todavía.) Durante los últimos meses la tensión
había aumentado en forma tan acelerada que no hubo tiempo siquiera de controlar
realmente el impulso del campo magnético. Una máquina tan nueva y tan poco
conocida debió de haber sido sometida a una infinidad de pruebas antes de ser
lanzada con toda su potencia. Pero... bueno, el año siguiente podía ser demasiado
tarde. Algunas naves exploratorias que viajaban a la velocidad de la luz habían visitado
ya las estrellas cercanas y sus tripulaciones estuvieron expuestas a los efectos de
algunas semanas en tránsito, nada más. ¿Por qué no probar con el Traveler?
– ¿La guerra total? – preguntó Frederika como lo había hecho ya otras veces –.
¿Luchar hasta que todo el mundo sea estéril? No, no puedo creerlo.
– No en la forma simple y directa que tú dices – admitió Darkington –.
Posiblemente la guerra haya terminado con vencedor nominal, pero seguramente hubo
más devastación de la que nadie imaginara. Y el vencedor habrá quedado demasiado
pobre para emprender la reconstrucción o mantener las pocas plantas que habrán
podido quedad en pie. Eso significa una caída precipitada hacia la Edad Negra.
– Hmmm, no sé – murmuró Kuroki –; había demasiada maquinaria disponible.
Sobre todo autmática. Como esas balsas marinas a energía solar recolectoras de
mineral. Y muchos otros artefactos auto-suficientes. Creo que la industria podría ser
reactivada a base de todo eso.
– Los efectos de la radioactividad se habrán sentido en todas partes – señaló
Darkington –; considerad el efecto a largo plazo sobre la ecología... Oh, claro, todo el
摘要:

1EpílogoPoulAndersonISunombreeraunasucesióndepulsacionesradiales.Convertidasenlasondasdesonidoequivalenteshabríanproducidoundisonantechirrido,yaqueél,comomuchasconciencias,eraelcentrodesupropiaexistencia.LlamémosloCero.Aqueldíahabíasalidodecaza.Enlacuevalasreservasdeenergíahabíanllegadoaunpuntocríti...

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